Si política es el arte de gobernar, sería una
contradicción en los términos hablar como todos, y no sólo porque gobernó, sino por
las políticas concretas que de gobierno apolítico. El que rigió al país entre 1973 y
1989 fue, pues, político aplicó al gobernar. En lo afirmativo, tomó una línea
económica y social de derecha. En lo negativo, combatió a tendencias de izquierda o de
centro. Una prueba indirecta de su posición ideológica son aquellos senadores designados
que tuvieron cargos en el régimen, y cuyas posiciones político partidistas suelen
coincidir hoy demasiado sostenidamente, y en temas esenciales, con las de la extrema
derecha. No menos inquietantes
para un civil -o, si quieren, para este civil- son ciertos pronunciamientos político
partidistas de algunos militares en retiro: siempre están en una línea de derecha, si no
de ultra derecha, e incluso atacan a partidos y a actores políticos concretos de centro y
de izquierda. Estas intervenciones partidistas inquietan, porque sugieren el riesgo de que
-después de todos estos años del término del llamado "gobierno militar"- las
fuerzas armadas en servicio activo continúen abanderizadas ideológicamente, y
abanderizadas en una sola línea. Es lo que ha llevado a algunos a hablar del
"partido militar".
Si las fuerzas armadas se identifican con un gobierno,
específico, se politizan aunque sea involuntariamente. Entre 1973 y 1989 gobernaron
personas, no instituciones: las instituciones no gobiernan. Y esto no es una
consideración secundaria: de ella se desprende que no hubo responsabilidad institucional
ni en los actos de gobierno de ese período ni en los errores o crímenes que entonces
pudieron someterse por individuos concretos. Las fuerzas armadas creen, y es lógico, que
las responsabilidades son personales: por eso sería erróneo que -a la vez y en cuanto
tales- se sintieran en el deber de identificarse con el "gobierno militar" y
menos con quienes desde él incurrieron en abusos.
El espíritu de cuerpo no debería extenderse a los actos
civiles que hayan ejecutado algunos militares, y los actos de gobierno son por
definición civiles. La fijación de tipos de cambio o tasas de interés, o las medidas de
fomento agropecuario, no son objetivos militares, ni son militares los especialistas en
esas materias.
[Para apreciar la diferencia desde otro punto de vista: sus
juicios sobre las administraciones de Manuel Montt o Pedro Aguirre Cerda no dividen a los
chilenos. Es que sus gobiernos son vistos como tales y, lógicamente, sujetos a crítica.
Es sano para el país que cualquier gobierno suyo lo esté. No es cuerdo cercar la
historia con campos vedados].
Los civiles deberíamos poder hablar sobre el régimen
1973-1989 sin rechazos ni adhesiones absolutos, y sin que la opinión que emitamos sobre
ellos sea imputable a las fuerzas armadas como institución; y los militares no tendrían
que sentirse en el deber de cerrar filas a favor de actos civiles de ese régimen, sólo
porque tales actos los ejecutaron militares o personal de su dependencia. No cabe
identificar a las fuerzas armadas en cuanto institución con ningún gobierno ni tendencia
política. Lo contrario sería atribuirles de hecho el carácter de partido militar.
II. El tema de la verdad y la verosimilitud.
Para creer algo no basta que sea verdad: debe ser
verosímil ("creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad", explica el
diccionario). Sin entrar en si es verdad o no, o hasta qué punto pueda serlo, la
explicación de que las fuerzas armadas "no tienen información" sobre los
desaparecidos no resulta verosímil para gran parte del mundo civil. Esa respuesta ni
concuerda con nuestra visión de la verticalidad del mando ni con la estricta
responsabilidad que se exige a un militar sobre sus actos.
Desde el comienzo de la dictadura hubo preguntas de los
deudos por sus familiares detenidos, y se denunciaron delitos de servidores del régimen.
Es decir, existía un problema (por lo menos el de las denuncias) y se supo. ¿Podrá ser
verosímil que no se investigara, o que si se investigó no hubiera resultados? ¿Será
verosímil que esto no preocupara a los altos mandos, si de veras se debió a excesos de
sus mandos medios? ¿Es verosímil que torturas, secuestros y homicidios pasaran
inadvertidas en un país donde no se movía una hoja sin saberlo el gobernante? Si
existían denuncias tan graves, ¿por qué no se indagó para responder a ellas?
Una "falta de información" así no convence. Si
ocurrió una falla tan extrema como la desaparición de sus propios archivos, uno supone
que las fuerzas armadas tendrán que haber ordenado, o deberían ordenar, una
investigación a fondo para determinar por qué y cómo desaparecieron, y quiénes fueron
responsables, y ver modo de reconstituirlos. La mera comprobación de que no hay archivos
no resulta verosímil tratándose de instituciones jerarquizadas.
Igual investigación debería emprenderse, y con mayor
razón, en el tema de fondo: que pasó con las víctimas. Para ella se puede contar con
ayuda de los abogados de derechos humanos, los familiares de las víctimas y otros
testigos. Es una de las metas claves de esta Mesa.
III. La justificación por la guerra.
Siguiendo en la -línea de la verosimilitud: en defensa del
régimen 1973-1989 se sostiene que Chile tuvo una guerra, y ella explica y justifica las
bajas. La guerra, según esta versión, estalló por responsabilidad del gobierno de la
Unidad Popular y sus partidarios. Esa hipótesis ("ellos empezaron") podría ser
aceptable si se plantea dentro de márgenes claramente delimitados y con los alcances que
de veras puedan derivar de ella. Reconocer que el gobierno de Allende sobrepasó la
legalidad, como muchos creen, justificaría el golpe militar y su derrocamiento.
Aún aceptando que todo eso sea efectivo, de ningún modo
justificada una de las medidas específicas posteriores al golpe. Por ejemplo, la
represión que se implantó, las formas en que se llevó a cabo. Hubo gente sometida a
juicio y fusilada. ¿Dónde están sus procesos? ¿Qué delitos que tuvieran pena de
muerte en la ley anterior habían cometido? ¿Por qué en tantos casos no se informó a
sus deudos, y sólo vino a reconocerse el hecho cuando alguien descubrió los cadáveres?
En fin, si lo que se hizo era justo y correcto, ¿por qué ocultarlo?
Este es un problema que no se resuelve sin cambio de
actitud. A partir de ella habría que sanear lo relativo a muertes con sentencia y hacer
pública la información completa.
IV. El tema de la plena incorporación.
Actualmente, muchos civiles tenemos la percepción de que
las fuerzas armadas aún no terminan de incorporarse en plenitud a la vida normal del
país. Permanecen en una especie de gueto, marginadas hasta cierto punto por la posición
que han adoptado en el debate, y también por efecto del rechazo o recelo con que las
miran algunos sectores. El que subsista una situación así no es sano para los chilenos,
que deberíamos sentirlas como nuestras.
Por muy buena voluntad que se tenga -y lo que aquí nos
reúne es un encuentro de buenas voluntades-, no parece posible llegar a esa
incorporación en plenitud mientras en el mundo militar se siga considerando que el
levantamiento de setiembre de 1973 y la represión posterior forman parte de una gesta
equiparable a guerras como la de la Independencia o la del Pacífico.
En el terreno de las actitudes, es fundamental preguntarse
si esta guerra de chilenos contra chilenos no es algo trágico, que debería dolernos a
todos.
Por su naturaleza institucional, moral y patriótica, las
fuerzas armadas están al servicio del país entero, y -sin que esto implique reproche-,
un conflicto interno no puede equipararse nunca a uno internacional. Después de combatir
contra España, Bolivia, Perú, pudimos volver muy naturalmente a ser un país porque se
trataba de enemigos externos. Cuando se ha sentido enemigos a algunos compatriotas, como
por desgracia sucede en ciertos momentos de la historia, para que la guerra termine de
veras no basta con dejar de disparar sobre esos compatriotas. Hay que incorporarlos y hay
que incorporarse.
La hipótesis de la guerra se ha llevado entre nosotros a
un extremo irreal. Darle, además, carácter de epopeya significa que de la historia que
es nuestra, que debería pertenecernos a todos, se excluye a quienes piensan distinto: un
muro más alrededor del gueto, una frontera artificial entre chilenos.
Aquí hace falta un cambio de espíritu y de lenguaje en
las fuerzas armadas. No puede sostenerse como doctrina militar que tales o cuales ideas
políticas son malas, sin entender que al hacerlo se toma una bandera política. No es
razonable situar el triunfo del 11 de septiembre de 1973 en el mismo nivel que las
victorias obtenidas contra enemigos externos. Modificar esta actitud, y hacer expreso el
cambio, compete en lo básico a las fuerzas armadas, pero una vez iniciado un movimiento
en esa dirección, los civiles tendremos importantes tareas que cumplir en la dirección
del reencuentro.
La llamada guerra civil de 1891 es un ejemplo que debiera
enseñarnos. Con todo lo sangrienta que fue, no tuvo el efecto que están ejerciendo sobre
nosotros el golpe de 1973 y el régimen que se implantó tras él. No hubo feriados para
celebrar la derrota de una parte de los chilenos -o sea, una parte de Chile-, ni la Armada
trató de identificarse con la patria y estigmatizar al ejército que defendió a
Balmaceda. El país volvió a constituirse en comunidad a un plazo muy breve, si se
considera la profundidad del conflicto.
No soy historiador, pero creo que una diferencia clave
está en que entonces ninguna de las dos banderas que dividieron a Chile intentó
constituirse en una especie de entidad intocable, por encima de cualquier debate, ni
trató a sus ex adversarios como suele tratarse a enemigos extranjeros.
V. Los desaparecidos se nos desaparecieron a todos.
Es una de las diferencias entre una guerra externa y una
interna. El problema de los detenidos desaparecidos no atañe sólo a sus familiares. Es
el país el que los perdió y el que debe encontrarlos. Es cierto que nunca vamos a sentir
en carne propia el dolor de una viuda, unos hijos, un padre cuyo deudo no aparece vivo ni
muerto. Nunca vamos a sentir en carne propia la angustia de no saber qué desear a estas
alturas: si que aparezca -quizá torturado, destruido, distinto-, o que haya muerto y
dejado de sufrir. No lo sentiremos en carne propia, pero ciertamente podemos solidarizar
con quienes sí lo sienten y son hermanos nuestros.
Los muertos y los desaparecidos no caen en la definición
abstracta y deshumanizada de el enemigo. Mirarlos reconociendo que son seres humanos y
compatriotas nuestros sería una actitud de auténtico patriotismo. Esto supone un cambio
de actitud en algunas personas. El debería conducir a un cambio de lenguaje y también a
actos nuevos. Una cosa es justificar el golpe por el desorden que hubo durante el gobierno
de la Unidad Popular -desorden al cual contribuimos de una manera u otra prácticamente
todos los chilenos de entonces-, y otra es seguir empleando hoy día expresiones de
partidismo político beligerante, que tienden a mantener vivo un ánimo de guerra civil; o
sea, que dividen en forma grave al país.
La tarea mayor y más ardua corresponde aquí a las fuerzas
armadas. Primero, el cambio de actitud: eran compatriotas. Segundo, no solidarizar
incondicionalmente -y por ningún motivo institucionalmente- con aquellos de sus
compañeros de armas que actuaron en la dictadura, ni sentir que cuando los tribunales los
llaman a declarar o los someten a juicio, se está actuando contra las fuerzas armadas. De
esto se desprende algo que nos compete por igual a todos: reconocer que los actos
atribuibles a algunos militares que actuaron en el período 1973-1989 no
comprometen a perpetuidad a todos los militares. Reconocerlo y actuar en
consecuencia.
Una vez más: insistir en que la dictadura fue
"gobierno militar" -e identificarla con la Institución de las fuerzas armadas
cierra las puertas a un juicio ecuánime de los hechos. Se puede y se debe reconocer que
si alguien tendría que pedir perdón por los abusos serían quienes los cometieron. Y si
alguien debería perdonar, si puede, son quienes los sufrieron. Los abusos no son
imputables a las fuerzas armadas en cuanto tales si, en las actitudes y en los actos,
reconocemos que el de 1973-1989 fue un gobierno de personas, no de la institución
militar.