De La Nación - 10 junio 2005
El ingreso básico ciudadano
Por Pablo Salvat, Doctor en Filosofía de la Universidad de Lovaina
A mediados de los años 70, y por diversos motivos, comenzó a darse un
generalizado cuestionamiento y reforma del llamado Estado de Bienestar. Su idea fraguó,
en particular después de la Segunda Guerra Mundial, pero venía de antes, acompañada de
las luchas sociales y políticas de los movimientos de trabajadores, que intentaban
regular socialmente las manifestaciones del capitalismo. Además, el crack de 1929, la
experiencia de las dos guerras, la emergencia del campo socialista contribuyeron, después
de 1945, a un singular compromiso de distintos sectores económicos, políticos y sociales
en pro de una convivencia en la cual fueren garantizados estatalmente ciertos niveles de
protección y seguridad social. De esa manera podía enfrentarse el desequilibrio en el
goce de las libertades y los derechos formalmente consagrados ante la marcha rauda del
mercado.
El traslado a América de este ideal -de inspiración socialdemócrata
o liberal social-, nunca se realizó a cabalidad. Lo cual no quiere decir que no
tuviéramos enormes desigualdades históricamente continuadas en el acceso al poder, saber
y tener. Las propias estructuras e instituciones de talante conservador y
jerarquizantes hacían que la lucha por mayores cuotas de igualdad fuera tarea a
contracorriente y aún hoy, una tarea pendiente para la mayor parte de los países de la
región. Más aún cuando, desde mediados de los 70 vivenciamos -de la mano de
regímenes militares afiliados a una doctrina de seguridad nacional- un enorme retroceso
en el imaginario social respecto al tema de las desigualdades e injusticias: no hay tal se
dijo por los técnicos y especialistas, venidos la mayor parte del continente
norteamericano. Lo que hay es una insuficiente promoción de las libertades y el
emprendimiento individual. Para ello era necesario des-socializar y privatizar el
precario Estado asistencial y sus prestaciones universales. Si con ello dejamos a
las antiguas y nuevas riquezas, al capital, prosperar, si flexibilizamos el trabajo,
entonces tendremos -por arte y milagro del chorreo-, más crecimiento y
mejores condiciones de vida para todos. La nueva lógica del neoliberalismo
-afirmada entonces en la crisis del Estado de bienestar y la caída del socialismo real-,
tenía su consagración a nivel mundial en el así llamado consenso de
Washington. El compromiso interclasista y social estaba roto. La universalidad
de las prestaciones y la seguridad social, también.
La mayor parte de los organismos internacionales dedicados al tema del
desarrollo ha comprobado que en los últimos 20 años (de ajuste estructural y de
políticas sociales focalizadas) no se ha cerrado la brecha de las desigualdades ni a
nivel internacional ni a nivel nuestro. Al contrario, ésta ha aumentado en los
países del norte, entre los del norte y del sur, y por cierto, al interior de nuestros
propios países. Incluso cuando al mismo tiempo se ha tenido éxito de disminuir la
pobreza dura. Al mismo tiempo en que se expandía el ideario de las democracias, se
consagraban nuevas y viejas desigualdades, poniendo un signo de interrogación sobre la
viabilidad de políticas democráticas en el ámbito social.
Según el Informe del Desarrollo Humano de las Naciones Unidas 2003, la
relación de la renta de la quinta parte más rica de la población mundial, respecto al
quinto más pobre, pasó de 30 a 1 en la década de los 60, a 60 a 1 en la década de los
90. En 1997, esa diferencia era 74 a 1. Esa diferencia se expresa en nuestro
continente. Según el estudio del Banco Mundial Desigualdad en América Latina
y el Caribe: Ruptura con la historia (2003), las desigualdades conforman un
ingrediente estructural e histórico de las relaciones sociales, sea referido al
diferencial de ingreso, al acceso al poder y saber, o a las relaciones con el Poder
Judicial. Según sus datos, en nuestra América el 10% más rico recibe entre 40 y
47% del ingreso total, mientras que el 20% más pobre, recibe entre 2% y 4%. Si nos
remitimos, por ejemplo, a indicadores de desigualdad, el estudio consigna para Chile un
índice Gini de 0,57 en 2000. Esta es una medida o indicador de distribución de ingresos
donde la cercanía con el cero habla de mayor igualdad, y por el contrario, la
aproximación a 1, de mayor desigualdad. El ingreso promedio autónomo de hogares
ubicados en el 20% más rico, respecto del 20% más pobre, es de 14 veces más. Y
podríamos seguir. Las desigualdades respecto al acceso a salud, educación, pensiones,
etc. Sin contar con que el modelo de crecimiento ha promovido una concentración
económica, patrimonial y de medios de comunicación, importante. Quizá todo ello tenían
en mente los obispos cuando en su última declaración afirmaron que las diferencias
sociales, manifestadas en calidad de vivienda, acceso a bienes de consumo, salud,
educación, salario, alcanzan niveles escandalosos. Se puede leer esta
evaluación no sólo como debilidad de este u otro gobierno, sino como un signo de
interrogación de la capacidad de integración social, de condiciones de una vida digna y
de justicia que posee el actual modelo económico, y el rol que han jugado la política
social y el mercado. Representan, las desigualdades, un desafío no sólo para un
gobierno, sino para todo el país. Esta situación incide en el tipo de sociedad y
de instituciones sociales. En el tipo de modernidad que deseamos alcanzar.
Frente al cuestionamiento del modelo de Estado de Bienestar, a la
crisis de los socialismos reales y al aumento en la brecha de las desigualdades,
ciudadanos de distintas ocupaciones y latitudes han iniciado una reflexión sobre la
necesidad de refundar un Estado Social de Derecho. Un Estado con esos adjetivos
tiene que apuntar a garantizar para todos, un ingreso básico ciudadano. Este
ingreso ciudadano garantizado (por el Estado) desde la cuna hasta la muerte, tiene algunos
rasgos. Su carácter de incondicional. Se daría sin hacer excepciones a todos
los miembros de una comunidad. Significa asegurar un ingreso independiente del sexo, nivel
de ingresos o las orientaciones religiosas. Segundo, a su incondicionalidad se une su
universalidad. Tercero, va más allá del vínculo productividad / bienestar, en tanto
quiere asegurar a todos un umbral mínimo de bienestar de modo independiente a su
contribución a la producción. Cuarto, se pretende asegurar grados mínimos de
autonomía e independencia a todos, con lo cual los ciudadanos pueden liberarse de la
necesidad de pedir permiso a terceros para poder subsistir. Quienes requieran
de más ingreso para aumentar su bienestar, podrán contar con ese punto de partida y
mejorar su capacidad de negociación y su libertad en los puestos de trabajo.
Su fundamento ético salta a la vista: se trata de un ingreso dado a
toda persona por ser tal. Su objetivo principal, ante el cuadro actual de
desigualdades, puede adivinarse: poder garantizar condiciones materiales de vida digna al
conjunto de la población. Desde esta óptica puede renovarse y modificarse el
fundamento de la responsabilidad social del Estado y la sociedad. Ya no se trata,
como en las políticas actuales, de orientar focalizadamente a tales o cuales grupos (en
mayor riesgo) la ayuda o el subsidio, basado en la idea de que un crecimiento económico
sin cuotas mínimas de equidad para los más perjudicados, no es rentable a mediano plazo.
Tampoco, claramente, el dejar a los mecanismos impersonales del mercado
(chorreo), el reasignar los bienes básicos para una vida decente. En
ambos casos habrá miles de ciudadanos que no podrán acceder de manera estable a
condiciones decentes. En ambos casos, esos ciudadanos serán responsabilizados de su
propio malvivir.
La base normativa del ingreso básico ciudadano garantizado es el
derecho a una existencia digna del conjunto de miembros de una sociedad dada (mayores y
menores de edad). Una existencia digna requiere bases materiales para
autosostenerse. Con la obtención de ellas se apuntar a crear condiciones para el
ejercicio de una libertad real para cada ciudadano y ciudadana, desde la cuna hasta la
muerte. Por cierto, la idea de un ingreso básico ciudadano no es una panacea para
eliminar las desigualdades existentes, así como tampoco puede por sí sola modificar de
raíz el modelo actual de economía. Esto en particular para un continente como el
nuestro, con una historia arraigada de desigualdades en distintos ámbitos.
Ahora bien, sabemos que estas discusiones han tenido su origen en
países europeos desarrollados, y para algunos eso los hace pensar que sólo podría
llevarse a cabo en países ya ricos. Sin embargo, creemos que, a pesar de nuestras
diferencias de desarrollo, es una discusión pertinente entre nosotros en función de
los niveles de desigualdad y exclusión social que tenemos hoy en día y que podemos
proyectar hacia el mañana de no tomar decisiones adecuadas. Por lo demás, la relación
entre la riqueza social que existe acá y los costos de niveles básicos de vida hacen
pensable su posibilidad. Así se aprecia en la web de la Basic Income Network,
organización internacional que desde 1986 promueve la discusión en torno al ingreso
básico. Al menos, puede pensarse una implementación gradual de esta idea.
Por último, es posible preverlo: para algunos puede sonar a idea
utópica. Pero no lo es. Puede calcularse y obtenerse a partir de la
misma riqueza social que produce toda la sociedad. De hecho, se tienen ya algunas
experiencias al respecto en el estado americano de Alaska, y en el Distrito Federal de la
Ciudad de México.
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