La obra de David Harvey se caracteriza por una singular
combinación de elementos históricos, económicos y geográficos.
En particular, sus ensayos ponen de manifiesto la relevancia
de las cuestiones espaciales de escala o marco territorial
para comprender una parte importante de los grandes conflictos
políticos contemporáneos. La editorial Akal ha publicado en
castellano sus últimos libros: Espacios de esperanza (2000),
El nuevo imperialismo (2003) o los muy recientes Espacios del
capital. Hacia una geografía crítica
Usted es geógrafo. ¿Su formación aporta a sus análisis
algo que se pueda echar en falta en los estudios de otros
investigadores de la globalización con los que tiene mucho en
común como Robert Brenner o Peter Gowan?
Sin duda, yo me atengo muy a menudo a la noción de
desarrollo geográfico desigual en tanto que fenómeno global,
un concepto básico en mi trabajo que aúna lo espacial y lo
económico, lo que me lleva a centrarme en los mecanismos por
los que el capitalismo se reproduce a sí mismo. Supongo que sí,
que el geógrafo que hay en mi interior sale a la luz en mis
estudios globales.
¿Qué diferencias existen entre su idea de desarrollo
geográfico desigual y el concepto clásico de desarrollo
desigual de Samir Amin y otros, al que se ha criticado por
prestar demasiada atención al intercambio comercial?
El intercambio no es en modo alguno un tema menor, pero me
parece fundamental pensar en la forma en que se construyen las
estructuras de poder territorial, y las relaciones de estas
estructuras con, por ejemplo, el funcionamiento de las grandes
empresas capitalistas o los flujos monetarios. Otra gran
diferencia es que yo no tomo el espacio del desarrollo geográfico
desigual como algo dado, sino como algo que evoluciona, que
está siendo constantemente producido, reproducido y
transformado. No me convence la idea de utilizar la estructura
de estados nación como marco dado para comprender el
desarrollo geográfico desigual, sin analizar, por ejemplo, la
competencia que se establece entre regiones metropolitanas,
como pueden ser Madrid y Barcelona. Mi trabajo procura dar
respuesta a la cuestión de cuáles son en cada caso las
escalas y los espacios geográficos más relevantes. De hecho,
creo que uno de los aspectos que distinguen mi obra de la de
otros autores es mi interés por la forma en que el poder se
ha ido reterritorializando y cómo se han transformado las
estructuras territoriales a lo largo de los últimos treinta o
cuarenta años, de manera que, por ejemplo, la competencia
entre ciudades por lograr inversiones es hoy un aspecto
fundamental del funcionamiento del desarrollo geográfico
desigual, mientras que no lo era tanto en los años cincuenta
o sesenta.
¿Se ha producido un cambio de calado entre la forma de
ejercer el poder en el plano internacional de la administración
Clinton y la de Bush?
Desde una perspectiva histórica amplia no creo que se
pueda hablar de una ruptura. Lo que ha hecho Bush ha sido
embarcarse en una escalada, pero en la misma dirección que
Clinton. Ahora bien, una diferencia importante son los grupos
de presión que rodean a Bush, que tienen una cierta concepción
del orden geopolítico y moral del mundo y poder para hacer
prevalecer su postura. Naturalmente, el 11-S les dio la
oportunidad para imponerse. Cada vez me parece más obvio que
se mueven guiados por un impulso fundamentalmente ideológico
y piensan que pueden hacer que las cosas funcionen a su modo,
para ellos y también para la economía global. Se trata de un
error catastrófico que a estas alturas va a ser muy difícil
rectificar. Y el error es radicalmente distinto de los que
cometió la administración Clinton, que se embarcó en la
primera Guerra del Golfo, bombardeó Serbia, invadió Somalia
y se metió en un follón tremendo, pero luego supo salir a
tiempo. Es decir, no es que en aquellos años EE UU no hiciera
cosas como las que hace ahora, lo que ocurre es que los grupos
de poder que rodean al presidente Bush parecen haber ido un
paso más allá: consideraron que no necesitaban alianzas
fijas, como la OTAN, a la que veían como un inhibidor de las
políticas estadounidenses, y prefirieron sacarse de la manga
una coalición de los leales, los que están con nosotros
frente a los que están contra nosotros... Y no sólo han
buscado una mayor flexibilidad organizativa, también han
optado por una política preventiva: no es necesario ser
atacados, basta una mera amenaza para emprender acciones
militares. Luego sí se puede decir que ha habido un cambio
entre las dos líneas de política exterior. Ahora bien, es
interesante ver cómo muchos de los cabecillas de estas políticas
están desapareciendo del gobierno, y los que quedan, incluida
Condoleezza Rice, están tratando de descolgarse poco a poco
de esta línea y volver a una política más parecida a la de
Clinton. En definitiva, yo situaría la principal diferencia
entre los gobiernos de Clinton y Bush en un gran, catastrófico
error dentro de una misma línea política.
En ocasiones ha sostenido que la escalada militar de la
administración Bush es en cierto modo un síntoma de la pérdida
de poder estadounidense, debida a la debilidad económica del
país.
Una noción como pérdida de poder es siempre relativa. En
términos de producción económica y poder financiero EE UU
es todavía una potencia extraordinariamente importante, pero
no tanto como en los sesenta una época en la que nadie podía
desafiar su posición y debería, pues, acostumbrarse a jugar
como un igual entre otros, tanto en la arena política como en
la económica. En términos de influencia política, lo que se
está viviendo es uno de los efectos curiosos del fin de la
Guerra Fría: gran parte del mundo ha dejado de necesitar a EE
UU como protección frente a la Unión Soviética y cada vez
hay más gente que le dice no. Diría que éste es uno de los
motivos por los que EE UU se ha embarcado tan a fondo en la
guerra contra el terror: vivir en un entorno bélico global
les podría devolver su capacidad de presentarse como
protectores, y en estos momentos, les está sirviendo para
manipular a diferentes estados. Supongo que una de las razones
por las que Aznar apoyó a Bush en la invasión de Irak tuvo
que ver con el problema de ETA y no me extrañaría que dentro
de cincuenta años se descubriera que si ETA abandonó la
tregua fue en parte porque EE UU había dejado de apoyar la
política antiterrorista del gobierno español. Y algo
parecido habrá sucedido con Blair e Irlanda del Norte. Pero
mi impresión es que a pesar de estas manipulaciones, nadie se
cree esa gran guerra contra el terror que plantea EE UU. Creo,
pues, que en este momento el país atraviesa por una situación
de debilidad, y por eso tiende a echar mano de su principal
activo: el poder militar. Ahora bien, una de las cosas más
interesantes que está mostrando la Guerra de Irak es lo
limitado que es el poder militar estadounidense. Es increíblemente
poderoso a treinta mil pies en el aire, pero no sobre el
terreno y, desde luego, no pueden ganar una guerra
bombardeando.
Una opinión muy extendida sostiene que la Guerra de
Vietnam terminó básicamente gracias a la reacción de la
opinión pública estadounidense. ¿Cuánto hay de verdad en
esta idea? ¿Ve posible en estos momentos una reacción de la
sociedad norteamericana que pueda poner fin a la Guerra de
Irak?
No cabe duda de que la política interna en EE UU jugó un
papel fundamental en el fin de la guerra de Vietnam. Pero
también es verdad que en torno a 1970, incluso en las
instancias más elevadas del aparato militar, se llegó a
generalizar la idea de que era absolutamente imposible ganar
en Vietnam, de manera que la idea de que la victoria no era
posible y la opinión pública actuaron de forma conjunta. En
estos momentos, comienza a ser habitual oír a personas que
han abandonado recientemente el aparato militar decir que la
Guerra de Irak es también imposible de ganar, por mucho que
Bush continúe mandando más y más tropas. En mi opinión, lo
que estamos viendo es un movimiento a la desesperada de Bush
para intentar superar lo que se ha dado en llamar el síndrome
Vietnam, mostrando que EE UU sí puede ganar; sólo le quedan
dos años para lograrlo, y me temo que nada va a hacerle
cambiar de idea.
Usted se declara partidario de recuperar la noción de
clase y de lucha de clases, pero, ¿en qué sentido debe ir
esta recuperación: en la perspectiva más tradicional de la
clase trabajadora o en la de los nuevos movimientos sociales,
más heterogéneos y difusos?
Yo no parto de una definición previa de clase; al igual
que con el espacio, pienso que es algo que está en proceso
constante de formación, disolución y cambio y, desde luego,
no se puede obviar que en los países capitalistas avanzados,
durante los años setenta y ochenta, con la desindustrialización
y la pérdida de empleos tradicionales, se produjo una gran
transformación del sentido del término clase. Ahora bien, la
clase es una relación de poder, y una de las cosas que cada
vez me resultan más obvias, y creo que deberían ser
evidentes para cualquiera, es que en los últimos años se ha
producido una reforma en profundidad del poder de clase de las
clases altas, una reestructuración espectacular que ha
desembocado en la existencia de una clase dominante
extremadamente poderosa, capaz de manejar los medios de
comunicación, el mundo de la cultura, la educación...
En definitiva, estamos ante una cristalización de una nueva
clase dominante inmensamente rica y que usa su poder para ser
aún más rica, luego parece lógico identificar las fuerzas
que podrían oponérsele o limitar de algún modo lo que esta
clase dominante está haciendo. Se trata de pensar en alianzas
entre grupos y personas que se encuentran en situaciones
diferentes, y entre los cuales continúa habiendo un elemento
muy significativo de lo que tradicionalmente se ha considerado
la clase trabajadora, si bien en estos momentos el movimiento
obrero se localiza, por ejemplo, en China donde, de hecho, hay
una intensa actividad política que quizá no alcanzamos a
reconocer o entender, pero cuyo desarrollo en los próximos
veinte o veinticinco años puede ejercer un impacto brutal
sobre el funcionamiento de la economía mundial.
Hay otros procesos que están generando grandes resistencias
al funcionamiento del capitalismo neoliberal y que tienen que
ver con lo que he llamado acumulación por desposesión, una
idea central: la gente está siendo desposeída de lo que les
pertenecía, a través de nuevas rondas de privatizaciones se
les está despojando de lo que era una propiedad común. La
resistencia de los movimientos sociales frente a estos
procesos constituye, formalmente, una importante lucha de
clases, que es fundamental reconocer como tal. Se trata, pues,
de buscar alianzas entre la gente que está siendo desposeída
por todo el mundo y, a su vez, forjar alianzas entre estos
grupos y los movimientos de la clase trabajadora más
tradicionales de China, Indonesia y demás.
La cuestión de quién se va a oponer a esta tremenda
concentración de poder sigue abierta, pero no creo que la
oposición pueda plantearse exclusivamente en términos de políticas
de identidad. La resistencia debe establecerse en términos de
poder de clase y contar con alianzas de fuerzas que pueden
incluir movimientos identitarios y movimientos sociales que de
un modo u otro sean capaces de poner cortapisas al proyecto de
la clase dominante.
Aunque de nuevo nos encontramos con un desarrollo geográfico
muy desigual en cuanto a las resistencias, la situación
general en estos momentos me parece muy volátil. Si comenzara
una recesión económica seria, algo bastante probable en EE
UU, la situación de inestabilidad podría desembocar en un
cambio importante, con la incertidumbre de no saber si todo va
a girar a la derecha o a la izquierda. En cuanto a la situación
europea, me parece bastante ambigua en estos momentos, no está
claro si la UE avanza hacia un modelo verdaderamente
neoliberal o hacia una formación más socialdemócrata.
Es cierto que en algunos ámbitos hay una ambigüedad entre
neoliberalismo y socialdemocracia que hace complicado
comprender lo que está sucediendo en Europa, pero, por
ejemplo, el desarrollo de la política fiscal muestra un sesgo
claramente neoliberal.
Desde luego, y es un tema fundamental que constituye la
marca global del neoliberalismo: una política fiscal basada
en la exacción de impuestos a las clases trabajadoras, a los
salarios y no al capital. En EE UU, por ejemplo, la presión
fiscal sobre las ganancias derivadas de las acciones es
extraordinariamente baja, mucho más baja que sobre los
salarios, así que los asalariados, con sus impuestos, están
sosteniendo a la gente que vive de los ingresos financieros.
Para mí esto es un escándalo tremendo, una situación de la
que la gente no es consciente y de la que apenas se habla y
que va a ser difícil cambiar, debido en buena parte al
control de los medios de comunicación por parte de grandes
empresas y grupos de poder beneficiarios de esta política
fiscal.
En una entrevista reciente, decía usted que no le extrañaría
que el comportamiento irresponsable de EE UU en el manejo de
su propia economía tuviera algo de estrategia dirigida a
provocar el hundimiento del sector público, y abrir así al
capital privado todo un sector económico, en un ejemplo más
de acumulación por desposesión.
Es la táctica que utilizó Reagan y que está hoy muy
bien documentada, consistente en acumular una deuda muy
importante, para a continuación lanzar la idea de recortar
todos los servicios sociales; hoy se sabe que la creación de
déficit en aquellos años fue una estrategia deliberada
orientada a provocar esos recortes. Esta situación condujo a
una recesión económica en 1981 y 1982 que en cierto modo fue
diseñada por la administración Reagan. No me sorprendería
saber que en estos momentos están siguiendo una estrategia
parecida, acumulando déficit con el objeto de provocar
recortes importantes en la seguridad social, aunque no creo
que les esté funcionando. Ahora bien, también puede uno
imaginarse un crash mucho más amplio y preguntarse quién se
beneficia de este tipo de crisis, por ejemplo, de la grave
recesión en Argentina en 2001. En aquel caso, lo
verdaderamente interesante fue la cantidad de dólares que
afluyeron a Miami y a otros lugares, y que tan sólo tres
meses más tarde valían más del triple debido a la devaluación
de la moneda argentina, de manera que los ricos que habían
sacado su dinero del país podían volver tres veces más
ricos de lo que habían salido. Creo que en estos momentos hay
gente en EE UU que piensa que podría sacar un gran provecho
con una crisis económica seria.
Resumiendo muy burdamente su definición del neoliberalismo,
se podría decir que para usted es una estrategia destinada a
remontar la crisis de 1973, centrada en lograr una gran
acumulación de poder para las clases dominantes. Pero tanto
usted como otros estudiosos han señalado que no parece estar
funcionando, ya que los beneficios globales no han recuperado
los niveles previos a la crisis de 1973.
Lo que sucede es que la estrategia neoliberal sí está
funcionando en el sentido de que los ricos se están haciendo
cada vez más ricos, pero no en el sentido de que se esté
generando una mayor riqueza. Es decir, lo que estamos
presenciando es una redistribución de la riqueza aún más
desigual e injusta, que tiene mucho que ver con la acumulación
por desposesión de la que hablaba antes: es el auge del
capitalismo depredador, del capitalismo gangsteril. En una
situación en la que hay un desarrollo económico potente, los
ricos pueden obtener beneficios de ese desarrollo, pero eso no
es lo que está sucediendo en estos momentos: hoy lo que
ocurre es que los ricos están haciéndose con una parte mayor
del pastel en una suerte de robo legalizado.
En la apuesta por la globalización, Peter Gowan parecía
pensar que si a finales de los sesenta y principios de los
setenta tanto EE UU como las clases dominantes hubieran
aceptado un ligero recorte de poder, el desarrollo económico
guiado por las políticas keynesianas podía haber continuado.
¿Usted lo ve así o cree que esa fase de desarrollo se había
topado ya con su límite?
Creo que las políticas keynesianas atravesaban serios
problemas a comienzos de los setenta, pero, en cierto modo, en
ningún momento hemos dejado de ser keynesianos, como se puede
ver, por ejemplo, en la financiación del déficit. La
diferencia es que la redistribución, que solía ir de los
ricos hacia los pobres, con el keynesianismo neoliberal ha
comenzado a circular en sentido inverso. En los setenta, el
problema tuvo que ver en gran medida con el hecho de que la
izquierda no tenía un modelo económico alternativo que les
permitiera manejar la crisis de la economía keynesiana y
consolidar su poder frente a los ricos. Pienso, por tanto, que
una de las cosas importantes que debemos hacer es arreglar las
cuentas con los errores que cometió en los setenta la
izquierda y que la llevaron a desaprovechar la oportunidad de
cambiar el mundo; cuando llegó el momento no supieron qué
hacer y se limitaron a intentar cuadrar las cuentas, mientras
desembarcaba el neoliberalismo de la mano de Thatcher y
Reagan, que sí sabían lo que tenían que hacer.
http://www.ladinamo.org/ldnm/articulo.php?numero=26&id=661