HOMENAJE AL EJÉRCITO DE CHILE
Máximo Kinast Avilés
21 de diciembre de 2007
El Ejército de Chile se ha
destacado, desde antaño, por su bizarro valor y coraje.
Hoy, hace cien años, por
ejemplo, hizo una demostración de su bravura, en el puerto
de Iquique, que fue debidamente celebrada, en su oportunidad,
por El Mercurio y la prensa oficialista de esa época.
El valiente general Silva
Renard, al mando de un destacamento, no vaciló en enfrentar
a un enemigo diez veces superior en número (incluyendo
mujeres y niños en el cálculo); ni se preocupó por la
posibilidad de que el enemigo podría haber lanzado piedras
a sus valientes soldados. Al contrario, pleno del sagrado
coraje que enciende el pecho de 'nuestros valientes soldados'
antes de entrar en batalla, hizo instalar una ametralladora
calibre 30, de punto fijo, frente a la puerta principal de
la Escuela Santa María. Puso a sus soldados en línea de
combate en torno al perímetro de la Escuela y les ordenó
cargar sus rifles mauser, (en ese entonces de reciente
fabricación alemana), con balas de guerra.
Adentro estaba el enemigo.
Peligrosos obreros pampinos, chilenos, peruanos, bolivianos
y argentinos, con sus mujeres y sus hijos. Había más de
cuatro mil personas. Algunos tenían cuchillos, otros palos,
otros sólo angustia y odio. Estos desalmados pampinos, con
su corazón lleno de odio, como cualquier mal chileno, querían
cobrar dinero por su trabajo. No se conformaban con las
fichas que les daba la compañía y que les permitía
comprar en el almacén de la empresa. ¡Qué frescura! ¡Querían
cobrar dinero por su trabajo y comprar donde a ellos se les
ocurriera.
Igual que los forajidos que
ahora, hoy, 21 de diciembre del 2007, se encierran en la
misma Escuela, jóvenes anarquistas universitarios, en apoyo
a los obreros pampinos que la tuvieron tomada hasta hace un
par de días porque no se conformaban con ganar unos € 180
(US $ 240) por mes y cobrar en bonos (que son más o menos
lo mismo que las fichas). Pero ahora no hay un glorioso
general Silva Renard para darles la respuesta que merecen…
Ay, si mi General Pinchote* levantara la cabeza…
Como hace cien años, cuando
el valiente general les ordenó salir y rendirse y volver a
sus trabajos sin conseguir nada. Los obreros y sus familias
se quedaron y Silva Renard, sin dudarlo, ordenó disparar.
Varias ráfagas entraron por las puertas y ventanas y a través
de los tabiques de la Escuela Santa María, que así se
llamaba en honor a un Presidente que había separado –unos
20 años antes- la Iglesia del Estado. Sin contar cuantos
enemigos habían muerto y sin temor a que alguno de sus
valientes soldados resbalara en los charcos de sangre y se
pudiese lastimar, el valiente general Silva Renard ordenó
entrar y rematar a los heridos.
Los soldados cumplieron las
órdenes, valientes como siempre, con sus bayonetas y sus
corvos y sus mauser, sin miedo a las piedras o palos que
podría tener oculto el enemigo, asaltaron la Escuela y
remataron heridos, hombres, mujeres o niños. El mal había
que cortarlo de raíz. Además, esto no era nuevo. El
glorioso Ejército de Chile, desde las guerras de 'Pacificación
de la Araucanía' tenía y tiene la costumbre de rematar a
los heridos. Así lo hizo Ramón Freire contra los hermanos
Pincheira. Así ocurrió en la Guerra contra la Confederación
en 1836. Así lo hicieron en la Guerra contra Perú y
Bolivia en 1879. Así lo hicieron en la Guerra Civil, en
1891, en Pozo Almonte, donde descuartizaron al Coronel
Robles y a los hombres heridos de su División (aunque eran
soldados chilenos unos y otros). Luego descuartizaron al
General Orozimbo Barbosa y a los heridos en Concón y en
Placilla (aunque también eran soldados chilenos unos y
otros). ¿Por qué no iban a rematar a unos obreros
soliviantados? Así fue y así los alabó El Mercurio, por
su valor en defensa de los sagrados intereses de las compañías
salitreras de los ingleses. El Mercurio era, como es hoy día,
el diario de los Edwards y defiende honestamente los
intereses del Imperio, sea cual sea..
En el Cementerio Número Dos
hicieron una fosa común y lanzaron allí los tres mil
seiscientos cuerpos de los enemigos muertos en tan heroica
acción de guerra. Echaron cal viva y encima arena. Con los
años desapareció todo rastro de ese cementerio que estaba
entre la Zofri, la vieja Estación del Longino y ese pequeño
morro sin nombre que todos los iquiqueños conocen. Con los
años se olvidó la gloria de esos valientes militares que
supieron cumplir con su deber para con las Compañías
Mineras inglesas.
Ahora, cien años después,
escribo este homenaje en el estilo que usaría cualquier
senador de la UDI para alabar a los que les regalaron Chile
en 1973. Lo hago siguiendo los últimos consejos de nuestro
Poeta, usar la ironía y el panfleto.
Tu, que estas leyendo, no
digas que ya pasó… Es Chile un país tan largo, que todo
puede pasar…
* Daniel López, aunque con
tantos alias, ya no recuerdo bien su nombre.