Un corazón que declara su amor con un metálico "te amo"
cuesta en China 32 céntimos de euro. Cuando 50.000 de ellos
lleguen a España, a tiempo para la campaña de San Valentín,
su precio se habrá multiplicado por 10 o por 12. En el camino
habrán quedado varios BMW serie 7, opíparas comilonas, y algún
que otro soborno. Sin embargo, Wen Xiqi recibe unos 40 yuanes (cuatro
euros) por cada jornada de trabajo de entre 10 y 15 horas,
dependiendo del volumen de pedidos de la empresa. Esta joven de
24 años es capaz de introducir el mecanismo eléctrico del
corazón, que puede expresarse en una docena de idiomas, y coser
120 unidades a la hora. Sentada sobre un taburete de escasos
treinta centímetros de alto, por sus manos pasa una media de
1.300 unidades al día.
La fábrica en la que trabaja esta joven está a unos 20 kilómetros
de la ciudad de Yiwu, uno de los principales centros
manufactureros de la provincia de Zhejiang, en la costa este de
China. Es un anodino bloque de ladrillo rojo de cuatro pisos
escondido al final de un laberinto de callejuelas sin asfaltar
por las que apenas puede pasar el Audi A-6 L 2.4 de su
propietario, uno de tantos empresarios enriquecidos de la noche
a la mañana gracias al negocio de la exportación. Junto a ella,
otras 40 trabajadoras desempeñan su labor en un silencio sólo
roto por los repetitivos "te amo" de los juguetes. Se
afanan por terminar a tiempo los corazones que los españoles
podrán adquirir en febrero, básicamente en bazares chinos y
tiendas de todo a cien. La etiqueta con el logo CE
certifica la calidad del producto, pero no las condiciones en
las que trabajan Xiqi y sus compañeras.
El termómetro marca casi cero, pero en la fábrica no hay
calefacción. Tampoco en los dormitorios de la cuarta planta,
donde las mujeres descansan hacinadas en literas de madera. Sólo
quienes manejan directamente el relleno de los corazones, unas
fibras plásticas muy finas, cuentan con mascarillas de papel
como medida de seguridad. El resto, puede sufrir problemas
respiratorios graves derivados de su contacto con el material.
Sin embargo, el dueño parece satisfecho con las condiciones de
sus empleados. "En otras empresas son mucho peores; incluso
se castiga físicamente a los empleados, algo que yo jamás hago",
se justifica. "Este es el estándar en China y no he
recibido ninguna queja al respecto". Desconocedoras de sus
derechos, y amedrentadas por las multas que la empresa les
impone si no cumplen los plazos o, incluso, si enferman, difícilmente
levantarán la voz sus trabajadoras. A pesar de todo, Xiqi está
contenta. Gana entre 120 y 130 euros al mes, un 150% del salario
mínimo, y consigue enviar entre 40 y 50 a su familia en Sichuán.
Ninguna de las trabajadoras, la mayoría procedentes de
provincias pobres del interior, como Xiqi, cuenta con seguro médico,
y el empresario no paga impuestos por ellas. Para evadir las
tasas, además de mantener algunos empleados en la sombra, ha
creado tres pequeñas entidades fiscales diferentes. "Si
tuviese sólo una empresa con 150 trabajadores, no contaría con
las exenciones fiscales que ofrece el Gobierno para las pequeñas
empresas, y no podría ofrecer los precios tan bajos que me
exigen los clientes extranjeros", dice. De otra forma,
tampoco podría haber obtenido el millón largo de yuanes (más
de 100.000 euros) de beneficio neto del año pasado, que se
reparte a medias con su mujer. "Bueno, y algo también hay
que darles a los del partido", afirma.
La ciudad de Yiwu es un ejemplo claro de la China industrial
del siglo XXI. Amplias avenidas atestadas de todo tipo de vehículos,
desde triciclos hasta Cadillacs, y edificios que tratan de
disimular su vulgaridad con neones de colores. Muchos de los
luminosos están escritos en árabe, muestra de que la ciudad se
ha convertido en un centro de producción de primer orden para
Oriente Medio.
Por los pasillos del gigantesco mercado de Futian, uno de los
complejos mayoristas más grandes del mundo, los rasgos asiáticos
se diluyen en un torrente de caras de piel aceitunada. Los
tocados musulmanes predominan entre la clientela de las fábricas
de aparatos eléctricos, textiles, y juguetes. Muchas de las
pequeñas fábricas de la región, como la que emplea a Wen Xiqi,
dedican la mayoría de su producción más barata a los países
árabes y a África, donde, como asegura la propietaria de una
nueva fábrica, situada a 30 kilómetros de la ciudad, "los
controles de calidad son muy inferiores a los de Europa o EE UU".
En el almacén de la planta de esta joven empresaria esperan
20.000 toros mecanizados para ser enviados a Sudáfrica. Como
otros muchos emprendedores, la propietaria pidió prestado el
dinero para comprar varias máquinas de coser y el material
necesario para un primer encargo de osos panda de peluche. El
negocio ha prosperado. Posee su propio edificio con unos 300
trabajadores en tres plantas, y pedidos de tres continentes.
Hu Qingping es uno de los pocos varones de la fábrica, menos
aceptados por menos dóciles y minuciosos. Acaba de lograr la
mayoría de edad y asegura llevar ya cuatro años trabajando en
el sector. Ahora está al frente de la sección de costura,
donde los cuerpos de Winnie the Pooh pasan de puesto en puesto.
Sólo se oye el rápido tac tac de las máquinas de coser.
No está permitido hablar en horas de trabajo, entre 10 y 16 al
día, dependiendo de la carga de trabajo. Qingping lleva
trabajados 20 días sin descanso y en los seis meses que lleva
en la empresa ha tenido diez días libres que ha utilizado para
hablar por teléfono con su familia, pasear por los alrededores,
y comprar un MP3 que le alivia el silencio de la planta e irrita
a su supervisor.
Como la mayoría de sus compañeros de trabajo, reside en uno
de los dormitorios de las instalaciones donde lo único que le
molesta son los roedores. "El frío lo combatimos durmiendo
con ropa y sumando mantas. Peor es el calor del verano".
Para la propietaria, la copia se ha convertido en la base de
su negocio. Asegura poder reproducir cualquier tipo de muñeco
partiendo de sólo dos fotografías. Sus reproducciones de
personajes de Walt Disney dan fe de ello. Que no tenga derechos
de reproducción no le quita el sueño. "Aquí se copia
todo, y no pasa nada", reconoce. "Sólo hay que tener
las conexiones adecuadas". Sus principales clientes son
chinos de la provincia de Zhejiang que han abierto negocios por
todo el mundo, pero esta mujer desea expandir su horizonte:
"Generalmente tengo problemas con los pagos y los chinos
son mucho más exigentes en cuanto al precio, por eso me gustaría
proveer a empresas de occidentales". Asegura que, gracias a
sus reducidos costos, quien trabaje con ella puede obtener rápidamente
el 200% de beneficio. Y no hay que preocuparse por los plazos,
siempre los cumple. "Cuando tengo problemas de personal,
acudo a mujeres del campo que realizan parte del trabajo en sus
casas por menos dinero". Asegura que sus trabajadores están
dispuestos a trabajar durante toda la noche si el tiempo apremia.
Es lo que sucede ahora con unos soldados armados de fusiles de
un plástico de dudosa calidad que tienen España como destino.
A unos 15 kilómetros de allí, en un bloque típicamente
industrial, los 200 trabajadores de Joyce Yang dedican su tiempo
a las sonrisas de los niños americanos. Aquí se diseñan y
producen cientos de miles de peluches que inundan ambos
hemisferios del continente, "el mercado más apetecible
para el sector por su tamaño y por los precios que se
pagan". La suya es considerada una empresa modelo, que
cuenta incluso con un departamento de diseño en el que se prima
la calidad del producto, y que cumpla con las normativas de cada
país con el que trabaja. En su cartera de pedidos se encuentran
grandes nombres que prefiere no revelar. "El caso Mattel ha
perjudicado a la industria en general menos de lo previsto, pero
tenemos que ser cautos", recuerda. El propio Gobierno chino
ha lanzado una campaña, que califica de honesta, para evitar
que los juguetes sean producidos con materiales peligrosos. Sin
embargo, Yang no tiene dudas: "Funcionará durante un
tiempo y, cuando la gente se olvide, las empresas sin escrúpulos
volverán a rellenar los ositos de morralla, y a utilizar los plásticos
más baratos en los juguetes. Aquí, muchos empresarios ponen su
interés en el corto plazo: coge el dinero y corre".
Su mayor preocupación en este momento es la apreciación de
la divisa nacional, el yuan. "Perdemos competitividad y
tenemos que pasar esa carga a los trabajadores. Por otro lado,
el aumento del precio de la mano de obra y de los materiales es
constante. La hora de nuestros trabajadores ha pasado de tres a
cinco yuanes [de 30 a 50 céntimos de euro]". Las horas
extras, a menudo no se pagan.
Mei Chen vive rodeada de perritos, osos, monos y conejos.
Montañas de ellos. Esta mujer de 37 años se encarga de las
aberturas por las que se ha introducido el relleno. Es capaz de
cerrar un peluche de 50 centímetros en menos de 20 segundos. Si
su rendimiento baja, teme perder el empleo. "Yo ya no soy
joven. Si el jefe piensa que me retraso, simplemente me echan y
cogen a alguien más joven. Es algo que sucede a menudo".
Como reconocen algunos empresarios, la mano de obra es tan
barata y eficiente que no merece la pena invertir en tecnología.
"Muchas de mis empleadas podrían hacerle sombra a una máquina
de coser", reconoce orgulloso el propietario de la fábrica
en la que trabaja Chen.
A a ella no le importaría tener el apoyo de algún aparato.
Es la única que, en secreto y fuera del recinto fabril, atreve
a quejarse: "Para ellos y para sus clientes extranjeros no
somos personas, sólo objetos que les proporcionan beneficios y
que, además, no tienen derechos. Este es teóricamente un país
comunista que, supuestamente, quiere crear una sociedad
harmoniosa, pero ¿quién vela por nuestra salud, por nuestra
dignidad? Tengo un hijo al que no veo desde hace casi dos años.
Si me despiden, ¿qué voy a hacer? Por eso, lo mejor es que me
calle y que siga trabajando aquí mientras el cuerpo me lo
permita".