De La Nación - 29 abril 2009
¿Sostiene Pereira?
Por Jorge Palacios C
Por una hora fui amigo de Osvaldo Pereira
Pereira. Creo que amigo íntimo. Lo no dicho en esa hora duró años. Años
condensados en la mirada; y en una comunicación febril, en que se habló de
libros, de su enfermedad, de la muerte, de política, de la importancia de
habernos conocido.
La visita a Pereira la hice
acompañando a mi esposa. Ella es su sobrina. La casa del tío está en un barrio
apartado de Puerto Montt. En la población: “Un techo para todos”. Nos recibió
en el salón su esposa. “Está muy mal, dijo.Vomita
sangre. Casi no come. ¡Y los dolores! No le queda mucho. Espere, -me dijo- voy
a ver si puede recibirlo también a usted, señor.”
Pereira en su lecho parecía
un hombre de unos cincuenta y tantos años. Un rostro fino y hermoso y unos
intensos ojos castaños. No se cómo se hilvanó la conversación. Él sabía que yo
escribía. Me habló de su amor por los libros. “Tengo una biblioteca modesta,
pero buena. Anda a ver mis libros al
salón.” Efectivamente, varios clásicos europeos y lo que más me sorprendió:
“Los detectives salvajes” de Bolaño. Le prometí enviarle “Sostiene Pereira” de
Tabucchi. Luego hablamos de su enfermedad. “Unas terribles úlceras al estómago.
Creo que me voy a morir, me dijo. Pero no tengo miedo.”
En eso entró su esposa a
preguntarle si no estaba muy cansado. “Nada, replicó. Tráeme unas almohadas
para sentarme bien.” Una vez solos, le dije: “¡Osvaldo!, yo creí varias veces
que moría. ¡Y aquí me tienes, con más de 80! Mi primera muerte: una leucemia. Sólo
era una modesta mononucleosis. Luego, Pinochet: llamado en la primera lista a
los tribunales militares. Logré fondearme y asilarme. Y después, un cáncer y,
enseguida, ochos meses de arritmia cardiaca… Tú vas a sanar Osvaldo. Apenas te
sientas mejor vienes a reponerte a Cascadas, al lado del Llanquihue, en casa.
Se animó Pereira e hicimos proyectos. Regresando
ya, Cristina me dijo: “Está bien que lo hayas animado, pero el tío tiene un
cáncer al estómago. Él lo ignora. Un cáncer terminal.” ¡Que espantoso!, dije. Mañana
mismo le mando el libro prometido.
El entierro fue días
después en un pequeñísimo cementerio campesino cerca de Puerto Montt. Como es
costumbre, la hija puso en el cajón objetos amados por el difunto: un sombrero,
anillos, y el libro “Sostiene Pereira”. Mi dedicatoria decía: “Para Osvaldo, en
honor a una amistad a primera vista”.
La Nación - 29 abril 2009
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