Desde
Santiago - 21 de mayo 2007
LA
ARMADA SE HUNDE EN LA MENTIRA
Por Fred Bennetts*
La
Armada sigue empeñada en obstruir la justicia y en negar
toda responsabilidad institucional por su pasado criminal
durante la dictadura. El almirante Rodolfo Codina, actual
comandante en jefe, es una persona más abierta que sus
antecesores en el cargo pero mismo si quisiera admitir la
culpabilidad de la Armada, el ambiente dentro de esa
institución no lo permitiría.
El almirante Codina insiste en que no puede
investigar los crímenes bajo la dictadura porque no tiene
autoridad sobre los marinos jubilados. Alega (en las páginas
web de la institución) que en la Armada él es el único
que estaba en servicio activo en 1973. La realidad es otra:
en el cuerpo de almirantes, el comandante en jefe está
rodeado de vice-almirantes que iniciaron sus carreras en
esa época o antes.
Siguiendo esas pautas, el almirante Codina opina (La
Nación, 28 de mayo de 2006) que no fueron muchos los
crímenes cometidos por la Armada. Añade que en todo caso,
las responsabilidades eran individuales -o sea, de los
autores materiales y de los mandos directos que estaban a
cargo de algunas unidades específicas-. No eran, enfatiza,
de los mandos superiores.
Los marinos siguen recalcitrantes y para que no
vuelvan a asesinar algún día, es imprescindible que sean
obligados por la ley a asumir sus responsabilidades. Entre
otras medidas, el Código de Justicia Militar debe ser
reformado profundamente.
LOS
CRIMENES INSTITUCIONALES
Donde más reprimió la Armada fue en la V Región.
Los datos “oficiales” de víctimas en esa Región
reconocidos por el Estado provienen del Informe Rettig y
del trabajo de la Corporación Nacional de Reparación y
Reconciliación. Dan como detenidas desaparecidas a 36
personas.
Sin embargo, se ha comprobado que la cifra real de
detenidos desaparecidos es más elevada. Así se desprende
no sólo del hallazgo de cuerpos de personas asesinadas y
no “contabilizadas” oficialmente, sino también de las
conclusiones de otros informes, declaraciones de testigos
y de la propia documentación de la Armada.
Los altos mandos de la Armada, aunque reconocen en
privado que existía documentación comprometedora, alegan
que todo fue destruido “en la época del almirante
Merino”. Sin embargo, les ha traicionado su propia
rigurosidad: existen pruebas fehacientes de sus crímenes
en sus propios registros, mantenidos meticulosamente por
los guardias de instalaciones navales y funcionarios
sujetos a disciplina militar.
Abundan pruebas que indican que los mandos
superiores estaban involucrados en los crímenes, en
muchos casos planificándolos y asegurando la colaboración
entre diferentes unidades que incluían la Academia de
Guerra, el cuartel Silva Palma, la base aeronaval de El
Belloto, isla Riesco, Melinka y los buques Esmeralda,
Lebu, y Maipo.
Había un flujo constante, desde una instalación a otra,
de detenidos y de información resultante de torturas e
interrogatorios.
Los interrogadores eran gente experta, procedentes
de Inteligencia Naval, Infantería de Marina y de las
fuerzas de seguridad. Sus métodos llegaron a extremos de
bestialidad: en un caso bien documentado (Simulacro de
Muerte, Califa 2005) los marinos de la Academia de
Guerra obligaron a miembros de una misma familia a
practicar actos de perversión sexual entre ellos.
La Armada, además, creó un tejido de
complicidades con otras instituciones. En el caso de la
Iglesia Católica, el vicario general de la Diócesis,
monseñor Jorge Bosagna, mantuvo estrecha relación con la
Armada. Ocupó una “oficina” en el Lebu,
buque de torturas amarrado a un molo en que se alineaban
hileras de cuerpos de muertos y detenidos. Monseñor
Bosagna facilitó información confidencial a los
interrogadores, proveniente de los archivos de la Diócesis
y estaba presente, él mismo, en al menos el
interrogatorio de un sacerdote detenido (Chile.
La memoria Prohibida, 1990). Tal grado de colaboración
sólo sería posible por medio de acuerdos a alto nivel
entre ambas instituciones.
Los cuerpos de los ejecutados y de los detenidos
desaparecidos que fueron asesinados por la Armada pasaron,
por lo menos, por tres canales distintos. En cada caso, la
responsabilidad institucional de la Armada es clara. Eran
sistemáticos los atropellos a los derechos humanos y los
altos mandos necesariamente estaban involucrados.
EJECUTADOS
DEL HOSPITAL NAVAL
Las personas que murieron en el Hospital Naval de
Valparaíso tras ser detenidas, estaban registradas en el
libro de guardia del hospital y por lo tanto, la Armada
tuvo que recurrir a un proceso de falsificación de
certificados de defunción y de inscripciones en el
Registro Civil. Luego, procedió a la inhumación ilegal
de los cuerpos.
En los últimos meses se ha analizado el Registro
Civil y se ha consultado con el Instituto Medico Legal de
Valparaíso buscando referencias de personas cuya causa de
muerte fuese “herida de bala”, o alguna otra causa que
pudiera indicar una muerte violenta durante el período de
tres meses entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de
enero de 1974.
Se encontraron 20 casos de esas características
-18 identificados con nombres y apellidos y 2 (procedentes
de Los Andes) que eran “desconocidos”-. El registro
indica que los cuerpos fueron enviados al Instituto Medico
Legal para ser autopsiados y en la mayoría de los casos
se especifica que un juzgado civil autorizó su entierro,
siendo obligatorios ambos trámites.
En el caso de 10 de esos cuerpos, sin embargo, el
actual director regional del Instituto Medico Legal, Dr.
Gabriel Zamora Salinas, declaró que, revisados los
registros tanatológicos, no habían sido sometidos a
autopsia en el Instituto. Por lo tanto, las inscripciones
en el Registro Civil con sus referencias al IML y a los
juzgados civiles, eran ilegales. De esos 10 certificados
falsos, 3 fueron firmados por el Dr. Mario Ibarra y 7 por
el Dr. Carlos Costa Canessa. Este último, que no tenía
vinculo alguno con el IML, era un pediatra y oficial de
reserva de la Armada que ejercía en el Hospital Naval.
Este proceso de falsificación supone que
intervinieron miembros de Inteligencia Naval que, se ha
comprobado, ocuparon cargos en el Registro Civil. Según
el actual director regional, Omar Márquez, las
autoridades militares mantuvieron su presencia en esa
institución hasta el año 1990, primero con personal de
la Armada y más tarde con agentes de la Dina y CNI.
En el caso de uno de esos cuerpos, el del sacerdote
anglo-chileno Miguel Woodward, se puede seguir los trazos
de las acciones ilegales de la Armada desde su ingreso en
el Hospital Naval hasta su inhumación. El padre Woodward,
tras ser torturado, fue atendido por un médico naval,
Kenneth Gleiser Joo y, por orden del jefe del Estado Mayor
de la I Zona Naval,
capitán Guillermo Aldoney Hanssen,
trasladado desde el buque escuela Esmeralda
el 22 de septiembre al Hospital Naval, donde llegó muerto.
Consta en el expediente judicial 140.454 que en el
Hospital Naval el Dr. Costa Canessa firmó el certificado
de muerte de Miguel Woodward. Sin embargo, ese formulario
había sido llenado anteriormente por un funcionario del
hospital, sin que el Dr. Costa tuviera pruebas de la
identidad del muerto. En el certificado, que indicaba que
el cuerpo había sido encontrado en la vía pública, el
Dr. Costa indicó que Woodward había muerto de un “TEC
agudo cerrado con paro cardio-respiratorio” y que su
cuerpo fue enviado al Instituto Médico Legal.
El
Dr. Costa, en una declaración policial, reconoció que
sabía que el procedimiento era ilegal y consultó al
respecto a un fiscal naval de la I Zona. Este le dijo
textualmente: “Mire usted, de los muertos no se va a
enterar, cumpla sólo con lo que se ha ordenado”. Este
fiscal fue identificado más tarde como Enrique Vicente
Molina, hoy fiscal procurador del Consejo de Defensa del
Estado en la V Región.
El ex-vicario general monseñor Jorge Bosagna, dijo
haberse enterado de la muerte de Miguel Woodward por un
capellán y haber pedido que el cuerpo fuese entregado a
las autoridades eclesiásticas. La Armada se negó. El 25
de septiembre, según el ex administrador del cementerio
de Playa Ancha, llegaron en un vehículo naval dos
funcionarios del Hospital Naval con un cuerpo envuelto en
una sábana. Dijeron que se trataba de un “religioso
inglés” y entregaron un certificado de muerte a nombre
de Woodward. Su cuerpo fue enterrado en presencia del
administrador y de los dos marinos en una sepultura dentro
de lo que es hoy el “cuartel en tierra” número 13. El
lugar no fue inscrito en el registro del cementerio, sino
las palabras “fosa común”. Era un calificativo
reservado a los muertos que no tenían nadie que cuidara
de sus cuerpos.
ENTIERROS
CLANDESTINOS DE DETENIDOS DESAPARECIDOS
En el caso de los detenidos desaparecidos que
fueron asesinados, ocultar sus cuerpos resultó más fácil
para la Armada. Mantenía un férreo control sobre la zona
e indudablemente algunos cuerpos fueron enterrados en
lugares eriazos o lanzados al mar: los dueños de las
lanchas y pequeños barcos en la bahía fueron advertidos
que no debían rescatar ningún cuerpo que encontraran
flotando en el mar.
El entonces capitán (hoy senador y ex-comandante
en jefe) Jorge Arancibia Reyes,
admitió en una declaración judicial que el 17 de
septiembre de 1973 vio en el molo de abrigo de Valparaíso
una hilera de civiles muertos (se calcula que fueron unos
20), sin denunciar el hecho. Esos muertos no constan en
ningún registro oficial.
Lo más expedito hubiera sido enterrarlos
clandestinamente en el cementerio de Playa Ancha, ocupado
por la Armada el mismo día del golpe. Tres testigos han
dejado constancia en los últimos años que vieron a
marinos descargando cuerpos desde vehículos navales y
enterrándolos en ese cementerio.
Un antiguo sepulturero dio testimonio judicial en
enero de 2007: en dos ocasiones fue obligado a acompañar
a marinos que descargaron cuerpos de sus vehículos en el
cuartel 14 del cementerio. Con marinos apuntándoles con
sus armas, el testigo y otros trabajadores enterraron seis
personas en dos sepulturas, tres en cada una. Habían
muerto por impactos de balas y uno todavía sangraba.
No se ha llevado a cabo ningún intento de exhumación
de esos cuerpos. Ocurre, sin embargo, que en enero y
febrero de 2006, a unos 20 metros de distancia del sitio
señalado por el testigo (todavía en el cuartel 14),
durante unas excavaciones aparecieron las osamentas de
unos 15 cuerpos sin identificar. Se apreciaba en dos de
ellos impacto de bala craneal y se encontró una vainilla.
La policía determinó que era de un calibre
utilizado por las fuerzas armadas. Sin embargo, cuando los
peritajes forénsicos fueron realizados un año más
tarde, ni la vainilla ni el Informe Balístico fueron
enviados al Servicio Medico Legal.
LA
ARMADA Y LA DINA
El ministro en visita que instruye el caso calle
Conferencia sometió a proceso en enero y febrero de 2007
a numerosos agentes de la Dina por el secuestro y muerte
del ex-secretario general del Partido Comunista, Víctor Díaz.
Entre ellos, a cuatro agentes mujeres de la Armada que
operaban con la Dina en la Brigada Lautaro: Celinda Aspeé
Rojas, Teresa del Carmen Navarro Navarro, Berta Jiménez
Escobar y Adriana Rivas González. También inculpó a
cuatro suboficiales (r), entre ellos Marina Bernardo Daza
y Sergio Escalona quienes dieron muerte a Víctor Díaz
asfixiándolo con una bolsa de plástico. Las indagaciones
del magistrado develaron la numerosa participación de
agentes de la Marina en la Dina después de 1975, cuando
esa institución sostiene que retiró a sus oficiales,
suboficiales y cuadros permanentes de esa asociación ilícita
criminal.
Otro vinculo de la Armada y la Dina afloró en el
proceso A-637 de Valparaíso. Se inició ante la justicia
militar a comienzos de 1975 y fue sobreseído
temporalmente (en parte) el 29 de marzo de 1976. La
sentencia contiene referencias a denuncias emanadas de los
servicios de seguridad de la Armada y a informes de los
servicios de informaciones de Valparaíso. Entre las 109
personas cuyos nombres constan en el proceso como
“inculpados en rebeldía” hay tres que meses más
tarde alegadamente fueron encontrados muertos en
Argentina, formando parte de las 119 víctimas de la
Operación Colombo. Eran Mario Calderón Tapia, periodista,
Carlos Gajardo Wolff, arquitecto, Alfredo de García Vega,
profesor de la Universidad de Valparaíso.
El proceso sirvió a la Armada, además, para
camuflar otros casos de detenidos desaparecidos ya
asesinados o destinados a ser asesinados. En cuanto a los
primeros, incluían al padre Miguel Woodward. La Dina
también aprovechó el proceso de la Armada para encubrir
algunos de sus asesinatos. Entre los “inculpados en
rebeldía” se encuentra el padre Antonio Llidó,
asesinado por la Dina en 1974.
La Nación
del 12 de septiembre de 2004 asevera que, entre 1974 y
1975, marinos lanzaron en alta mar, frente a San Antonio,
50 a 100 detenidos desaparecidos desde el remolcador Kiwi,
según un expediente judicial instruido en Santiago por el
ministro Alejandro Solís. Eran prisioneros que habían
sido sacados por la Dina en camiones frigoríficos del
campo de Tejas Verdes, en San Antonio, y de los centros de
tortura de Londres 38, Villa Gimaldi y José Domingo Cañas,
en Santiago. Sus cuerpos fueron entregados a la Armada y
lanzados al mar en una operación coordinada desde la
gobernación marítima de San Antonio.
ENCUBRIMIENTO
EN DEMOCRACIA
No se puede culpar a los miembros de la Comisión
Rettig por no identificar públicamente a los responsables
de los crímenes: no tenían autorización para ello. Sin
embargo, tenían la obligación de denunciar a la justicia
a los responsables y eso tampoco lo hicieron. Permitieron,
además, que un miembro de la Comisión, Gonzalo Vial
Correa, actuara de forma desleal en connivencia con el
entonces comandante en jefe de la Armada, almirante Jorge
Martínez Busch.
En el Archivo Rettig se ha encontrado un informe
preparado por el abogado Pedro Aylwin Chiorrini,
responsable del equipo investigador de la comisión en la
V Región, que fue sometido a extensas manipulaciones
antes de ser publicado en el Informe Rettig. Las
anotaciones en el informe original, escritas a mano,
fueron de la autoría de Vial Correa (ver PF 637).
Con los años se ha ido extendiendo la evidencia
del grave daño causado por estos encubrimientos. Se supo
en 2006, por medio de Luis Bork, ex presidente de la
Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH) en Valparaíso,
que en 1986 ese organismo elaboró un balance de detenidos
desaparecidos. Fueron identificadas 89 personas. Una copia
del informe fue entregada a la Comisión Rettig en 1990.
Las restantes copias fueron robadas desde la oficina de la
CCHDH en Valparaíso. También fueron robados los archivos
que incluían expedientes de casos que habían pasado por
la Fiscalía y los Juzgados Navales. Entonces se sospechó
que los responsables estaban vinculadas a la propia CCHDH.
Hoy, conociendo la presencia en la comisión Rettig del
Comisionado que traicionó su juramento, hay que
formularse otra hipótesis.
Las manipulaciones del informe de la Comisión
Rettig y de su archivo crearon condiciones propicias para
que la Armada pudiera seguir encubriendo sus crímenes.
Algunos marinos han sido inculpados pero la Armada sigue
sin privarles de sus privilegios, prebendas y honores. En
cuanto a los demás imputados por la justicia o
involucrados en casos bajo investigación, los altos
mandos de la Armada insisten en que no pueden realizar
investigaciones internas.
La Armada insiste, además, en que ya ha facilitado
toda información de relevancia a las investigaciones
judiciales. Sin embargo, la entrega, el año 2006, de la
bitácora de la Esmeralda,
tras años de negar su existencia, representó un hito
decisivo. Dejó claro que las bitácoras, tanto de los
buques como de las instalaciones navales en tierra, a
cargo de guardias sujetos a disciplina militar, dan fe de
todas las personas que entraron y salieron de los sitios
donde la Armada interrogaba y torturaba detenidos.
Incluyen, por lo tanto, nombres de interrogadores
“profesionales” (normalmente del Servicio de
Inteligencia Naval, algunos formados en la Escuela de las
Américas) y otros torturadores (entre ellos muchos
infantes de Marina) miembros de otras ramas de las Fuerzas
Armadas, y civiles (probablemente de Patria y Libertad u
organizaciones afines). Habiendo determinado por este
medio quiénes estaban presentes en los recintos de
tortura, resultaría fácil, si la Armada quisiera,
indagar detalles de cada uno por medio de su “hoja de
vida” y por los registros de la Caja de Previsión de la
Defensa Nacional, Capredena. En este caso habría que
averiguar el pago de los sobresueldos que caracterizaba la
pertenencia a los servicios de inteligencia.
El encubrimiento ha continuado, obstruyendo a la
justicia hasta nuestros días. En 2004 la ministra
Gabriela Corti, que instruía entonces el caso de Miguel
Woodward, citó a varios miembros de la dotación de la Esmeralda,
cuyos nombres le habían sido facilitados por el
secretario general de la Armada, almirante Cristián
Millar. Antes que fuesen interrogados, las autoridades
navales convocaron a aquellas personas, ya jubiladas, para
acordar lo que debían testificar. Uno de ellos ha
reconocido estas circunstancias judicialmente y ciertas
frases han quedado registradas, de forma repetitiva en
varias actas, referentes a que los detenidos en la Esmeralda
estaban “en tránsito” a otras instalaciones navales,
y que “el trato era estricto” pero sin apremios.
Igualmente se ha sabido que el año 2004 la
ministra en visita Gabriela Corti recibió a un almirante
en servicio quien la convenció que, por cuestiones de
imagen, no debía llevarse a cabo una reconstitución de
escena en la Esmeralda,
hasta que el buque regresara de su crucero anual. En
definitiva, nunca se realizó. Este hecho fue denunciado,
en enero 2006, por un familiar del padre Woodward al
almirante Rodolfo Codina, actual comandante en jefe.
DESOBEDIENCIA
LEGITIMA
Los hechos descritos han sido denunciados, en parte
o en su totalidad, en altos niveles del gobierno,
incluyendo el Ministerio del Interior. En este caso se
informó por carta en una primera instancia al ex
subsecretario, Jorge Correa Sutil, que fue secretario
general de la Comisión Rettig (y es hoy miembro del
Tribunal Constitucional).
Correa no contestó y las demás autoridades políticas
se limitaron a decir que en democracia sólo la justicia
debe actuar. Las denuncias a las autoridades judiciales
para que se investiguen las osamentas encontradas en el
cuartel 14 del cementerio de Playa Ancha no han dado
resultados, ni la petición para que se busquen otros
restos en ese lugar.
En este proceso de encubrimiento la falta de reacción
inicial probablemente reflejaba un temor a
“desestabilizar” la flamante democracia en Chile. Pero
fue prolongándose en el tiempo por cambiantes motivos.
Finalmente, nadie se atrevió con los culpables o sus
encubridores. Lo que algunos admitían en privado no lo
repetían públicamente ni ante la justicia.
Hoy son muchos los que sacrificando su propio honor
siguen ocultando lo que pasó. Con su silencio condenan a
muchas víctimas y a sus familiares a seguir sufriendo la
injusticia. Por no desafiar la impunidad arriesgan que, en
algún momento, si se repitieran las circunstancias, las
Fuerzas Armadas volverían a asesinar.
Los códigos militares modernos establecen una
doble prohibición: las órdenes criminales no pueden ser
dadas por ningún superior ni pueden ser cumplidas por
ningún subordinado. Ello exigirá introducir
modificaciones a los artículos 334 y 335 del Código de
Justicia Militar chileno cuya esencia es que “el derecho
a reclamar de los actos de un superior que conceden las
leyes o reglamentos, no dispensa de la obediencia ni
suspende el cumplimiento de una orden del servicio”.
Siguiendo las recomendaciones del especialista y
sociólogo militar Prudencio García (consultor de la ONU),
debería suprimirse la vieja eximente de "obediencia
debida", imponiendo el deber de desobediencia legítima
a las órdenes criminales, y castigando al subordinado que
comete crímenes obedeciendo aquellas órdenes criminales
que esté militarmente obligado a desobedecer. También
debería imponerse a los mandos la obligación de impedir,
denunciar, investigar y sancionar las acciones que sean
imputables a sus subordinados, so pena de incurrir ellos
mismos en responsabilidad criminal.
Es revelador del actual panorama político chileno
que las únicas modificaciones al CJM que están en
estudio se refieran a cuestiones de competencia (limitándola
a la esfera militar) y de autonomía (de los jueces
militares). De normativas para obligar a los militares a
asumir sus responsabilidades, no se habla.
Si el gobierno chileno no pone su casa en orden,
deberían asumir esa responsabilidad los países que
suministran armamentos a Chile. En la mayoría de ellos -Francia,
Holanda, Reino Unido, Estados Unidos, España- los códigos
de justicia militar imponen a los militares claras
obligaciones éticas. Si la venta de sus armas fuese
limitada a los países que comparten los ideales democráticos,
contribuirían a asegurar que la historia no se repita
FRED
BENNETTS (*)
(*)
Licenciado en historia por la Universidad de Oxford. Ha
trabajado como consultor para la ONU y los gobiernos del
Reino Unido, España y Portugal. Su esposa, Patricia,
hermana del padre Miguel Woodward asesinado en la Esmeralda,
colabora con Amnistía Internacional.