REVISTA DE LA CEPAL - NUMERO EXTRAORDINARIO
CEPAL CINCUENTA AÑOS
REFLEXIONES SOBRE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE
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haciendo referencia al código (LC/G.2037-P), Octubre 1998
Cultura y desarrollo
Luciano Tomassini, Secretario Ejecutivo, Centro de Análisis de Políticas
Públicas, Universidad de Chile
I.. Una aparente paradoja
"Un concepto, un ideal, agrupa los espíritus y reanima el corazón de las
democracias occidentales en este final de milenio: la ética. Después de una decena de
años, el problema ético sigue ganando fuerza, invade los medios de comunicación y
alimenta la reflexión filosófica, generando instituciones, aspiraciones y prácticas
colectivas inéditas. Ello no impide, al mismo tiempo, ver cómo se perpetúa, al hilo de
una amplia continuidad histórica, un discurso social alarmista que enfatiza la quiebra de
los valores, el individualismo cínico, el final de cualquier moral. Oscilando de un
extremo a otro, las sociedades contemporáneas cultivan dos discursos aparentemente
contradictorios: por un lado, el de la revitalización de la ética, por el otro el del
precipicio de la decadencia moral" (Lipovetsky, 1992).
A este contrapunto, aparentemente contradictorio, se une otra paradoja. El renacimiento de
la preocupación por la ética no refuerza su concepto tradicional, como un conjunto de
imperativos categóricos racionales, trascendentes y normativos, sino que introduce una
visión más flexible y cercana a la realidad, con su variedad de situaciones, en donde la
ética propone orientaciones, se abre al diálogo, establece márgenes y fija umbrales sin
reducir, sino replanteando, la preocupación valórica.
"No es la laxitud ni la espiral perversa de la subjetividad lo que avanza. Es el
desarrollo paralelo de dos maneras antitéticas de remitirse a los valores. Por un lado,
una lógica ligera y dialogada, liberal y pragmática, referida a la construcción gradual
de los límites valóricos, que define sus umbrales, integra múltiples criterios e
instituye derogaciones y excepciones. Por la otra, disposiciones maniqueas, lógicas
estrictamente binarias, argumentaciones más doctrinales que realistas, más preocupadas
por las muestras de rigor que por los progresos humanistas, por la represión que por la
prevención" (Lipovetsky, 1992).
Las controversias -o la perplejidad- a que actualmente conducen la reflexión y el debate
sobre cuestiones éticas se deben, probablemente, a que no sólo han cambiado los valores
sino la naturaleza misma de la ética. Esa es la hipótesis de estas reflexiones. La
ética nace con la sociedad: un ensayista escribió que, sólo cuando encontró a Viernes
en la isla, Robinson Crusoe volvió a enfrentarse con la ética que había dejado atrás
junto con la civilización. En un debate reciente alguien dijo también que lo que ha
cambiado en el mundo de hoy no es la sociedad sino su naturaleza misma. Es cierto que se
trata de dos meras propuestas, pero suponiendo, por hipótesis, que fuesen verdaderas,
¿sería plausible considerar que al cambiar la naturaleza de la sociedad debe cambiar la
naturaleza de la ética? Ahora bien, ¿a qué se debería el cambio y qué dirección
sigue?
A mi juicio, la respuesta a ambas preguntas se encuentra en un lugar más profundo que es,
precisamente, la cultura. Nuestros juicios valóricos dependen de nuestra forma de
entender las cosas: la ética depende de la ontología.
El siglo XX ha descubierto -o ha subrayado que, si bien las cosas están ahí y no
dependen del sujeto, la verdad no está ahí (Rorty, 1991), sino que depende de nosotros.
Nuestra definición de las cosas depende de nuestro modo de percibirlas y entenderlas, de
nuestra forma de conocerlas y de la epistemología dominante. Sospecho que vivimos una
época postaristotélica. Desde los filósofos griegos hasta hace poco tiempo hemos
pensado que las cosas eran como son porque respondían a una entelequia o a una esencia
previa. Eran las sombras proyectadas en el fondo de la caverna platónico por esas
esencias reales, verdaderas, al pasar frente a la luz del conocimiento. El neoplatonismo,
con su búsqueda del intimismo y su aprecio por la subjetividad, constituyó un primer
alejamiento de esa visión predominante. La querella entre realistas y nominalistas en la
Baja Edad Media obedeció al cuestionamiento del valor universal de las ideas o esencias
inmutables. La que a mi juicio es la más poderosa corriente intelectual de nuestro
tiempo, la que a través de múltiples caminos conecta a Heidegger con la ontología del
lenguaje (que no es tal cosa sino que consiste en atribuir capacidad ontológica de
creación al lenguaje), radicaliza esta conclusión.
Con su visión del ser ahí, de un ser en el mundo en que ambos términos se constituyen
mutuamente, y de que por lo tanto el ser es un proyecto que se construye permanentemente,
hasta su fin (el ser por la muerte), Heidegger desestabiliza las categorías parmenídeas,
platónicos o aristotélicas en que se basó nuestro conocimiento de las cosas, su valor y
su significado.
"En la etapa postradicional de la modernidad y contra el telón de fondo de nuevas
formas de experiencias intermediarias, la identidad (self-identity) llega a ser un
proyecto organizado reflexivamente. Ese proyecto reflexivo del ser, que consiste en
desarrollar narrativas biográficas coherentes y, sin embargo, continuamente revisadas,
tiene lugar en el contexto de múltiples opciones filtradas a través de sistemas
abstractos. En la vida social moderna la noción de estilo de vida adquiere un significado
particular. En la medida en que la tradición pierde su poder y en que la vida diaria es
reconstituida en términos del contrapunto dialéctico entre lo local y lo global, los
individuos se ven más obligados a negociar sus estilos de vida considerando múltiples
opciones. Por supuesto, hay también influencias estandarizadoras, principalmente bajo la
forma de la mercaderización de la vida, puesto que la producción y la distribución
capitalista forman el componente central de las instituciones modernas. Sin embargo, a
causa de la apertura de la actual vida social, la pluralización de los contextos del
comportamiento y de la diversidad de las autoridades, la elección de estilos de vida
resulta cada vez más importante en la constitución de una identidad y el desarrollo de
nuestras actividades diarias" (Giddens, 1991).
Se ha dicho que la educación consiste en llegar a ser lo que somos. La cultura occidental
ha concebido siempre la ética, desde distintos ángulos, como la fidelidad práctica a
nuestra naturaleza. La naturaleza o identidad de las personas y del mundo deja de ser
concebida como paradigmático, imperativa o inmutable; si pierden validez los principios
de identidad y de contradicción, se aceptan la pluralidad, el cambio y la existencia de
múltiples opciones, e inauguramos una forma de vida basada en la presunción de nuestra
capacidad para construir o elegir identidades. La tarea ética o cultural en la sociedad
actual consiste en reflexionar sobre los valores en un mundo de identidades construidas.
Por eso resulta hoy tan difícil entenderse al hablar de ética y valores.
II. Consideraciones iniciales
En Chile un Banco despliega el siguiente afiche: "la cultura es parte del
desarrollo". Yo creo que, al revés, "el desarrollo es parte de la
cultura". La economía agrícola del Nilo, el desarrollo comercial en el Egeo, la
economía rural del Medioevo y la economía comercial e industrial de Europa en los
últimos quinientos años, fueron expresión de sus culturas. Si una cultura se debilita,
también lo harán tanto los impulsos como las instituciones que hicieron posible su
economía, como de paso lo mostró Toynbee en su estudio de veintiún civilizaciones.
¿Cuál es en verdad la relación entre cultura y desarrollo? ¿Cuál es, asimismo, la
relación entre ética y cultura? ¿Y cuál es la relación entre la moral y la ética?
Aquí se advierte la misma paradoja. Por una parte pareciera que las sociedades actuales,
particularmente las generaciones más jóvenes, estuvieran reclamando grados crecientes de
libertad, independencia o neutralidad moral y desinteresándose de las cuestiones éticas,
así como también de las expresiones culturales, prefiriendo el trabajo profesional de
carácter lucrativo, morigerado por actividades hedonísticas. Por otra parte, se advierte
un marcado renacimiento del interés de la comunidad por los temas valóricos. Lo que
explica esta paradoja es que de hecho nos encontramos en una transición cultural y, como
se verá más adelante, dichas transiciones se definen como un cambio de valores. Este
cambio, al mismo tiempo, genera reacciones de desaprensión o de franca indiferencia
frente a las preocupaciones éticas o de renovado interés por las cuestiones valóricas.
Hay que hacer presente también que la ética y la cultura resultan siempre problemáticas
en el sentido de que es difícil, y probablemente imposible, encontrar un fundamento para
cada sistema ético o cada configuración de valores. Este anclaje histórico de la ética
y su margen de relativismo se explica porque su origen es siempre una determinada
perspectiva o sensibilidad cultural dependiente del espacio y del tiempo.
Vivimos un "cambio de época" que rechaza, en lo esencial, los modelos
racionales, uniformes y cerrados que propuso la modernidad hasta hace un tercio de siglo,
en nombre de la diversidad, de la capacidad de optar y de crear nuestra identidad en
sociedades más complejas, hecha posible por el incremento del conocimiento, la
información y las comunicaciones. En este escenario cultural, las economías se orientan
a la producción de significados; las sociedades, la educación y el consumo se mueven en
mundos virtuales. En este contexto la importancia de las mayorías electorales, de los
equilibrios macroeconómicos, del producto interno bruto y de los niveles de consumo son
por lo menos relativizados por la aparición de preocupaciones en tomo a la libertad, la
participación, la calidad de vida, la posibilidad de elegir, el papel de la juventud y la
mujer, la seguridad ciudadana y la vida en las ciudades, que a falta de conceptos previos
se denominan "temas valóricos".
Los que plantean estos temas, aunque en forma poco racional, son las personas, el público
o la llamada sociedad civil. En cambio, da la impresión de que tanto los gobiernos como
los organismos multilaterales, que constituyen el sector público nacional e
internacional, son receptores remisos de este cambio cultural. Las crisis de
gobernabilidad -último piso del desarrollo- se deben en último término a la pérdida de
confianza de la ciudadanía en el gobierno, debido tanto a factores tangibles (inflación
o desempleo) como intangibles (inseguridad o corrupción). Se trata de factores
culturales, pues hasta los márgenes tolerables de inflación o desempleo varían de
época en época y de cultura en cultura. Por eso es tan importante examinar en
profundidad, pero también con pertinencia, los factores éticos y culturales del proceso
de desarrollo en América Latina.
A partir de los años noventa la CEPAI, inició una reflexión sobre la dimensión
cultural en su propuesta encaminada a promover un proceso de transformación productiva
con equidad (Calderón, Hopenhayn y Ottone, 1993). Esta reflexión parte del
reconocimiento de que en la evolución de la región durante los últimos decenios pueden
observarse transformaciones profundas en todos los ámbitos, que trastocan el sentido de
la modernización, de la equidad, de la ciudadanía y de los patrones de articulación
entre el Estado y la sociedad. Según ella, la modernización, asociada a identidades
culturales asumidas, a la difusión del conocimiento y a la competitividad, se sustenta en
la difusión de los códigos de la modernidad, entendida como un mayor manejo de
escenarios dinámicos, de la complejidad e incertidumbre y del dinamismo para la
adquisición y renovación de destrezas culturales y productivas, Se considera allí que
la modernidad es una condición esencial para desarrollar la competitividad, la equidad y
la ciudadanía, que a su vez son requisitos de una "gobernabilidad progresiva".
En ese contexto, parece inconcebible una propuesta de desarrollo fundada en el rechazo de
la modernidad. De lo que se trata es de "hacerla compatible con la equidad en lo
económico social y con la ciudadanía en lo político e institucional" (Rosales,
1993).
III. Algunas definiciones
El concepto de cultura, no reducido a las bellas artes ni a los aspectos estéticos de
la vida, se refiere a las ideas y valores, a las actitudes o preferencias y, por lo tanto,
a los comportamientos derivados de ellas, que predominan en cada etapa en una sociedad
determinada. Ya Aristóteles distinguía entre la metafísica, la ética y la política,
reservando a la primera el conocimiento del ser, a la segunda el juicio valórico o
práctico sobre el comportamiento, y a la tercera cuanto tiene que ver con la convivencia
en la ciudad y con el gobierno de la misma. Desde el concepto de visión del mundo hasta
el de pautas de comportamiento estas nociones se escalonan en un continuo que amarra
necesariamente los dos extremos señalados.
La ética se refiere siempre a visiones acerca de cuándo es buena o mala una decisión o
una conducta, o una institución establecida para asegurar ciertos comportamientos, esto
es, a visiones valóricas. Desde Aristóteles hasta Kant la filosofía ha sido, o bien
teórica, o bien práctica. La ética cae en el dominio de esta última. La primera se
preocupa de la verdad, y la segunda, del valor de las cosas. La filosofía -relacionada
con el logos- se ocupa de lo que las cosas son: la ética se refiere más a su
sentido. Cuando hablamos del ethos nos referimos a la fuerza de los valores que
determinan la actuación de una comunidad o una persona.
En el mundo moderno tradicionalmente la reflexión ética se refirió más al ámbito
personal que al social. Así, por ejemplo, la Iglesia Católica, que hoy constituye
principalmente una fuerza moral, introdujo la preocupación ética en el campo social
sólo hace poco más de un siglo, con las encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo
Annus, renovadas en Centesimus Annus y Sollicitudo Rei Socialis. De
hecho, ambos planos están relacionados, porque generalmente se considera que lo que es
bueno para la sociedad debe serlo para el individuo y (con reservas) que lo que es bueno
para el individuo es bueno para la sociedad, salvo en las corrientes éticas
exclusivamente basadas en la interioridad.
Pero aquí no sólo nos estamos refiriendo a que generalmente es la sociedad la que
proclama los valores a que debe sujetarse el individuo, sino más bien a que la estructura
y el comportamiento de la sociedad, así como las relaciones interpersonales, también
dependen de los valores personales prevalecientes y que, en ausencia de ellos, la sociedad
puede caer en una suerte de indiferencia, anomia e incluso nihilismo, en el fondo
antisociales (así como, en el extremo opuesto, la mitificación o excesiva idealización
de los valores -las utopías- han generado catastróficos totalitarismos). En estas
reflexiones nos interesa la cultura y los valores éticos como el marco inspirador,
habilitante y limitante, a la vez, de la vida de las personas y del desarrollo de las
sociedades.
IV. Etica y cultura
Se propuso al comienzo que la organización económica de una sociedad y su estilo de
desarrollo son consecuencia de su cultura. Puede decirse que en este siglo la cultura ha
constituido "el tema de nuestro tiempo". Los alemanes, que han tenido una mayor
sensibilidad frente a ella, tienden a identificarla como una determinada "visión del
mundo" (Weltanschauung). Podría definirse como el conjunto de ideas, valores,
percepciones, actitudes y pautas de comportamiento que moldean las instituciones y
conductas en una sociedad y época determinadas. El hecho de que la organización de la
economía privilegie la protección social y la intervención del Estado (enfoque llamado
hoy socialdemócrata) o casi exclusivamente el papel del mercado y del sector privado
(enfoque neoliberal) depende, en última instancia, de una visión cultural.
Lo más central de una cultura es el concepto de valor. Los valores son las ideas en
acción y ellos modelan las actitudes y comportamiento de las instituciones y personas.
Por lo tanto, como el mundo de los valores es el campo de la ética, ésta coincide o
está en el centro de la sensibilidad cultural.
Es el ethos más que el logos -más los valores que el conocimiento- lo que
configura una cultura. De ahí la estrecha vinculación entre ésta y la ética. Toda
visión ética del desarrollo es inseparable de la preocupación por los temas culturales,
es decir, valóricos. El valor es una noción o figura de lo deseable. Se distingue de la
realidad, que es su origen y también su referente, en cuanto tiende a conducirla hacia un
estado de cosas preferible. La ontología gira en torno a lo que es, y la axiología, a
nuestras preferencias. No es extraño que la reflexión sobre la cultura o los valores se
haya desarrollado explícitamente, desde fines del siglo pasado, en economías cada vez
más fuertemente basadas en el mercado y el dinero, como una manera de corregir o
completar su neutralidad valórica.
Los valores configuran un mundo simbólico. Son símbolos que encarnan nuestras
preferencias, prefiguran lo que es deseable, y permiten la comunicación interpersonal y
social. No sirven para efectuar una mera descripción de las cosas sino para asignarles
relevancia y significado. No apuntan a dimensiones cuantitativas sino cualitativas. Se
expresan en el ámbito del sentido, del lenguaje y del diálogo. Ese es el ámbito de la
interpersonalidad y de la diferencia, en que cada relación o cada cosa tienen un
significado e importancia distintos, a diferencia del dinero que es el medio universal,
intercambiable y neutral de efectuar transacciones en el mercado (Simmel, 1900).
Es interesante observar que los temas culturales o valóricos, que tuvieron gran
importancia durante la primera mitad del presente siglo, agitado por fuertes turbulencias
espirituales, ideológicas o militares, fueron silenciados a partir de la posguerra
debido, por una parte, al desafío de preservar la intangibilidad de los valores del mundo
libre tal como habían sido difundidos por los Estados Unidos frente a la amenaza del
campo socialista y, por la otra, por la exitosa expansión de las economías de mercado
hasta los años setenta. Ambos fac4ores contribuyeron a crear en el mundo capitalista un
clima de autocomplacencia que congeló el debate en torno a opciones valóricas. Este
debate renace con los movimientos contraculturales que se extienden por Europa y los
Estados Unidos a partir de 1968 desde Praga y París hasta Woodstock y Tlatelolco.
Hoy existe un reconocimiento generalizado acerca de la actualidad de este debate, no
obstante la circulación de algunas interpretaciones equivocadas, a mi juicio
minoritarias. Una de ellas se expresa en la pretensión de que la historia -y las opciones
valóricas habrían sido clausuradas por el definitivo triunfo del mercado sobre cualquier
otro tipo de modelo de desarrollo económico (Fukuyama, 1995). Otra interpretación muy
popular es que el poder habría dejado de basarse exclusivamente en las armas, los
negocios la política para reconstituirse alrededor de las culturas o civilizaciones que
hoy coexisten, luchan o compiten. En esa interpretación la cultura es apreciada en
términos de recursos de poder y fuente de conflictos futuros (enfoque tradicional) en
lugar de ser entendida como un conjunto de símbolos que da valor y significados a la vida
individual y social (Huntington, 1996).
En estas notas se plantea que las riquezas y carencias, los logros y deficiencias de un
tipo de economía o un modelo de desarrollo, sólo pueden apreciarse desde un punto de
vista cultural o ético.
V. Los valores de la modernidad avanzada
Los valores de una sociedad cambian con el tiempo. En general no lo hacen en forma
gradual y continua, sino por medio de transiciones más o menos bruscas, que dan lugar a
un cambio de época. Spengler o Toynbee explicaron esas transiciones en términos
culturales, así como Kondraieff o Schumpeter lo hicieron desde, el ángulo económico.
Existe consenso en torno a que estamos en medio de una de esas transiciones. Esto
implicaría una crisis o un quiebre en el desarrollo de la modernidad. Esta fue definida
por un historiador, al comparar el Medioevo con el Renacimiento, como una revuelta de la
razón contra un mundo de autoridades admitidas. Podríamos caracterizar el actual quiebre
como "una rebelión del sujeto contra la progresiva hegemonía de la razón sobre la
vida". El tipo de sociedad a que está dando lugar ese proceso ha sido denominado
postmaterialista, postindustrial, postcapitalista, postestructuralista, postintemacional o
postmoderno. No es bueno caracterizar un período sólo por su contraposición con el
anterior. Ninguna época puede ser definitivamente "post". Además, no sólo no
está claro el sentido del cambio sino tampoco si éste es impulsado por visiones ajenas a
la modernidad, o se origina en una crisis o cambio de rumbo ocurridos dentro de ésta. Sin
minimizar la profundidad del cambio, me inclino por esta última interpretación, y
prefiero hablar de una modernidad avanzada.
¿En qué dirección apunta el cambio? Frente a este interrogante hoy sólo es posible
tratar de encontrar un común denominador o una línea central a través del confuso
debate entre los distintos tipos de modernidad gestados por la historia. Los tiempos
modernos se caracterizaron por una progresiva regimentación de la vida social en nombre
de la razón. Esto es lo que ocurrió a partir del pluralismo de las ciudades-Estado del
mundo renacentista, pasando por el absolutismo, la Ilustración y la ideología de la
revolución francesa (difundida por la independencia americana y las guerras
napoleónicas), hasta llegar a las sociedades industriales, militares, burocráticas y
urbanas que emergen a fines del siglo pasado. Dentro de esta visión del mundo, la vida
era progresivamente organizada de acuerdo con un proyecto social, un paradigma o un
modelo, preponderantemente ejecutado por el Estado. El resultado era el predominio de lo
general sobre lo particular, de la estructura sobre la persona, de la sociedad sobre el
individuo, y de la idea sobre la vida. Eso aseguraba una uniformidad que se extendía
desde la organización del Estado y la burocracia hasta la planificación urbana y la vida
en las ciudades, pasando por el taller de producción en serie, la estructura de clases,
el mercado de trabajo, el regimiento, el hospital, la organización del tiempo libre y la
familia.
La modernidad avanzada cuestiona la eficacia de los modelos, proyectos o narrativas
globales para modelar la sociedad y la vida de las personas. Implica una preferencia por
la capacidad de optar, por la iniciativa personal, la creatividad y la diferencia, así
como por lo efímero, lo particular y contingente. Ello no implica dejar a la sociedad y
al individuo más desprotegidos, más carentes de raíces, sino que buscarlos en una
pluralidad de nichos, en lo particular y lo local, en lo electivo, más que en la
generalidad legítimamente de un proyecto social o de un modelo.
VI . Cultura y desarrollo
La revolución industrial desencadenó un conjunto de cambios que reestructuraron los
valores de las sociedades que la protagonizaron. Un siglo y medio más tarde el nivel de
la actividad económica, el desarrollo tecnológico, el ingreso y el consumo, la seguridad
y las comunicaciones, habían aumentado dramáticamente en esas sociedades. Ellas
comenzaron a sentir que sus valores y temores ya estaban protegidos. Al iniciarse el
último tercio del presente siglo sus valores comenzaron a cambiar de nuevo.
"Los valores del público occidental han estado cambiando desde un énfasis abrumador
en el bienestar material y la seguridad física hacia un mayor énfasis en la calidad de
la vida. Actualmente una proporción sin precedentes de la población del mundo occidental
ha sido educada bajo excepcionales condiciones de seguridad económica. La seguridad
económica y física sigue siendo apreciada, pero su prioridad relativa es inferior que en
el pasado". Han adquirido precedencia, así, los aspectos cualitativos de la vida.
Además "una proporción creciente del público en esas sociedades ha pasado a tener
un interés y una comprensión suficiente acerca de la política nacional e internacional
como para participar en el proceso de adopción de decisiones en todos los niveles".1/
El aumento de las oportunidades de participación política y social se desarrolla
conjuntamente con el fortalecimiento de la capacidad ciudadana para organizarse
colectivamente en la prosecución de intereses específicos. Este fenómeno estimula la
sensibilidad de la gente con respecto a sus propios valores y fortalece su capacidad para
identificar las situaciones en que ellos se encuentran en juego. De allí el renacimiento
de los temas valóricos.
"Vivimos en una época en que la experiencia privada de poder descubrir una identidad
personal, un destino que cumplir, ha llegado a constituir una fuerza política subversiva
de grandes proporciones" (Roszak, 1979). Las grandes contradicciones de nuestro
tiempo se explican porque el ethos de la identidad personal puede dar lugar al
individualismo característico de nuestro tiempo y a la búsqueda de la ventaja personal y
de la acumulación capitalista a través de la competencia en el mercado y, por la otra,
puede hacer posible un crecimiento personal sensible a la inserción social del individuo
y compatible con una cultura solidaria. "Lo que es subversivo no es el proyecto
centrado en la reflexión sobre el sujeto: lo que ocurre más bien es que el ethos del
crecimiento personal revela las grandes transiciones sociales de la última etapa de la
modernidad en su conjunto: un pujante cuestionamiento de las instituciones, la liberación
de las relaciones sociales frente a los sistemas abstractos, y la consecuente
interpenetración entre lo local y lo global". En términos de los valores de la
sociedad, y de la agenda pública, podemos distinguir entre una ética del logro y de la
emancipación y una ética de la solidaridad y de la vida (Lasch, 1979).
Las cuestiones éticas de la sociedad contemporánea se inscriben dentro de estas
tendencias. La ética de la solidaridad y de la vida subraya el valor de la persona
humana, de su dignidad y sus derechos; de esa visión se deriva que el consumo y los
medios de comunicación deben estar al servicio del crecimiento personal, y no del
creciente acceso a bienes y servicios, a información e imágenes; de ahí se deriva
también una visión particular y un juicio ético, acerca de las posibles estructuras de
los mercados de trabajo y de las relaciones laborales dentro de la empresa; también un
juicio acerca de las relaciones deseables entre las grandes empresas, y las medianas y
pequeñas, así como del papel y del valor del sector informal en la economía. La
corrección y la transparencia en los negocios son una consecuencia del respeto por la
dignidad de la persona, en tanto que la protección de la competencia en los mercados y la
prevención de la formación de monopolios son una condición para poder vivir en una
sociedad y una economía transparente, que logre ser a la vez competitiva y solidaria.
Desde un punto de vista social más amplio, que abarque el papel de las comunidades, la
mujer, los jóvenes y los grupos étnicos entre otros integrantes de la trama social, una
ética de la solidaridad y de la vida debe favorecer la diversidad y el pluralismo y
precaverse de intentos uniformadores realizados en nombre de determinadas conveniencias o
ideologías. La vida urbana, en donde se concentra tal vez el 80% de la convivencia humana
en el planeta, representa el más amplio espacio de opciones valóricas actualmente
existentes, y es en ese contexto en que debe desarrollarse una ética de la empresa, del
trabajo, del dinero y el crédito, del trabajo, el ingreso y el gasto, de la familia, de
la vivienda, del barrio, de la plaza, de los establecimientos comerciales, de los centros
médicos y educacionales, de las áreas verdes y las actividades recreacionales, de la
seguridad ciudadana y de la acción colectiva en las comunidades urbanas.
"Nuestra cultura es algo así como un mosaico de impresiones: un modelo para armar.
Representamos más la sociedad atendiendo a nuestros estados de ánimo y las emociones que
los causan que a la realidad circundante, cuyas transformaciones nos perturban pero no
alcanzamos a interpretar... Chile experimenta el paso acelerado desde una cultura centrada
en el imaginario fiscal --el del Estado y las jerarquías políticas y sociales- hacia una
cultura de masas organizada en torno a estamentos definidos por sus estilos de vida,
trabajo y consumo" (Brunner, 1998).
La dirección general, la base tecnológica, los impulsos económico-sociales, la demanda
de los consumidores y las formas de organización y gestión del proceso de desarrollo y
de sus múltiples agentes, la división y el mercado del trabajo, dependen
fundamentalmente de estas percepciones y preferencias culturales.
VII. Consecuencias sociales del cambio cultural
Esta es una reflexión sobre los fundamentos de la ética, la cultura y los valores en
nuestro tiempo y su relación con el desarrollo. He planteado que los fundamentos
culturales de la ética han cambiado y que, por lo tanto, también deben haber cambiado
los valores. También sugerí la dirección en que se está produciendo dicho cambio,
porque tal dirección está dada por la transformación de aquellos fundamentos. No he
intentado identificar algunas de las consecuencias económicas, políticas o sociales de
esos cambios. Mi intención fue contribuir a llevar el debate y la reflexión a un punto
de partida. Para continuar ese debate es útil tener algunas pistas, y ello es lo más que
me atrevería a sugerir en este ensayo.
Sin embargo, hay que señalar que estas consecuencias se multiplican debido a que, junto a
la transformación de las sensibilidades de la gente, está operando un segundo fenómeno
que reproduce esta transformación: la explosiva difusión de los nuevos valores por los
medios de comunicación y el proceso de globalización que ha producido una "cultura
de masas" o una tremenda difusión de valores y pautas en que interactúan lo general
y lo particular (Eco, 1968).
Las consecuencias más importantes tal vez se han producido en el ámbito de la identidad
o la subjetividad de las personas. Puede ser que la preocupación moral se haya debilitado
en nuestro tiempo, pero lo que es seguro es que la que subsiste tiende a apartarse de
paradigmas, imperativos y códigos externos, y a forjarse a partir de la interioridad del
sujeto y de sus circunstancias. Hay menos confianza en la protección que brinda el apego
a una norma y más búsqueda de sinceridad y de autenticidad. Hay menos inclinación a
asumir roles sociales y más capacidad para crear identidades propias. Despunta una
preocupación menos social y más personal o humana por "el otro".
La alteridad y la responsabilidad frente al otro gana terreno respecto a la
responsabilidad frente a imperativos. Paradójicamente, el sentimiento de intemperie que
deja la destrucción de las redes tradicionales de pertenencia, sentido y seguridad
social, impulsa a buscar formas de vinculación y pertenencia nuevas. La pérdida de la
protección que tradicionalmente brindaron las estructuras y las normas reorienta la
atención hacia las realidades de la convivencia humana, como la sexualidad, las
relaciones de pareja, la fragilidad matrimonial, la filiación, la vulnerabilidad, la
transparencia, la solidaridad.
Se transforma la estructura de las sociedades: las formas tradicionales de
estratificación social se desdibujan, y surgen sociedades más fragmentadas y diversas,
más educadas e informadas, con mayores grados de movilidad horizontal. Cambian, por ello,
los valores sociales. Pierden importancia los espacios públicos y los significados se
buscan y producen en la vida privada. Los antiguos ámbitos de los espacios públicos son
reemplazados, en general, por el consumo, por la multiplicación de las opciones, por los
centros comerciales en donde multitudes no ven personas sino que mercaderías detrás de
las vitrinas. El efecto socializador de la familia, el barrio, la escuela, el maestro o el
líder se reduce hasta casi desaparecer, y los medios de comunicación -particularmente la
televisión- se constituyen en los principales instrumentos a través de los cuales la
gente atribuye sentido a las personas, los acontecimientos y las cosas. El consumo y los
medios de comunicación pasan a ser las principales formas de socialización. Los valores
sociales son mayoritariamente determinados por los que éstos transmiten (García
Canclini, 1995). Los centros comerciales y los medios no son malos sino que lo que es,
aquello que desplazan. Una actitud liberal de aceptación frente a ellos no autoriza para
proponernos como un mandamiento nuevo entrar a los centros comerciales y ver televisión
para no incurrir en pérdidas no especificadas. El crecimiento de la sensibilidad frente
al otro y la búsqueda de relaciones personales chocan con la influencia del consumo y de
los medios ejercida al amparo de la desestructuración social. En este contexto, la
responsabilidad de la educación y los interrogantes que ésta plantea se agigantan.
Hay una relación directa -muy poco percibida entre esta nueva sensibilidad cultural y el
tipo de economías y de desarrollo adoptado por nuestros países. El último cuarto del
siglo XX ha asistido al triunfo universal de la economía de mercado. Este triunfo no fue
producido, sino subrayado, por el derrumbe de los socialismos reales en 1989. Habiendo
cambiado las circunstancias que prevalecieron durante los dos primeros tercios de este
siglo; habiéndose agotado experiencias anteriores, el mercado vuelve a surgir como el
más poderoso asignador de recursos o como el mecanismo más propicio para promover
emprendimientos en nuestras sociedades. El mercado tiene algunas preferencias o
"valores" propios como la competitividad, la eficiencia y el rendimiento, pero
en principio es neutro en otros ámbitos valóricos, no obstante que "sus propios
valores" generen un sesgo o estímulo en ciertas direcciones. El espíritu de
iniciativa, la valorización de la eficiencia y la competitividad bien entendida, no
destructivo y regulada, parecen valores positivos. Ciertamente hay que complementarlos con
otros. El mercado no es un mecanismo de complementación valórica. Este balance debe
provenir de la visión y las fuerzas de la sociedad y las personas. Convertir el mercado
en una ideología y, por lo tanto, un absoluto, alienta la competencia perversa, el
espíritu de ganancia, la concentración del ingreso y la formación de monopolios,
limitando la eficiencia del mercado. Demonizarlo, y sostener que él es necesariamente un
instrumento de un neoliberalismo intrínsecamente perverso, al cual se pueden atribuir
todos los males que percibimos, vinculados o no con el mercado, puede limitar las
posibilidades de desarrollo de las sociedades. Además, contrariamente a lo que algunas
experiencias y sectores quieren hacernos creer, no hay un solo tipo de economía de
mercado. The Economist analizaba la diferencia entre la economía de los
accionistas de los Estados Unidos con la economía de los accionistas del Japón. Albert
(1992) también señala las diferencias entre las economías anglosajonas y la economía
renana (o del continente europeo), en donde el mercado siempre ha funcionado sobre la base
del mantenimiento de amplios acuerdos sociales. Lo mismo muestra el libro del BID editado
por Emmerij (1997). No hay un solo modelo. Menos aún una ideología. La sensibilidad de
la modernidad avanzada rechaza los modelos o proyectos globalds.
Tal vez en pocos ámbitos ha sido más devastadora la nueva sensibilidad cultural que en
la política. El rechazo a la validez prescriptiva y a la fuerza uniformadora de los
grandes modelos o proyectos sociales y la valorización de la diferencia, han debilitado
fuertemente la mayor parte de los clásicos referentes políticos: las ideologías, las
clases sociales, los partidos, los grupos organizados de presión, los sindicatos y las
instituciones parlamentarias. Es más, se ha erosionado el propio concepto de
representación, piedra fundamental de la democracia liberal y representativa. Las
preocupaciones e intereses de la gente se ven hoy más representados en las pantallas de
la televisión y en las exhibiciones comerciales. Los dirigentes políticos y los
parlamentarios confiesan que viven persiguiendo una cámara para aparecer por un minuto en
la pantalla, en donde no alcanzan a expresar su pensamiento, y abren las puertas a fuertes
polémicas. El desinterés por la política ha aumentado peligrosamente, en particular
entre los jóvenes, expresándose en forma muy directa en los procesos electorales, en
donde proporciones crecientes de la ciudadanía no participan por no estar inscritas,
abstenerse o anular su voto. La retribución económica y social que antiguamente brindaba
la política y la cosa pública hoy día otorga gratificaciones muy disminuidas, y las
nuevas generaciones las buscan en el sector privado, o procuran expresarse en formas no
tradicionales de manifestar intereses públicos por la salud, la educación, las mujeres,
los jóvenes, la seguridad ciudadana, el medio ambiente y los problemas de la vida comunal
y urbana. La ciudadanía considera que, a diferencia de los temas macroeconómicos o de
las preocupaciones políticas en que se centra gran parte de la agenda del gobierno,
éstos son temas valóricos. La clave para seguir la pista de los temas valóricos parece
ser la de escuchar lo que dice la sociedad civil frente al gobierno.
El Estado es otra de las grandes bajas producidas por la transformación cultural y el
cambio de los valores. El tema se ha convertido en el símbolo y la piedra de toque de un
falso debate ideológico entre quienes quieren rescatar algunos aspectos de la tradición
desarrollista y de la visión social del desarrollo y del Estado grande que presidió
dichas visiones, y los neoliberales que disparan contra éste, proponen un Estado mínimo,
o parecerían sentirse más cómodos si éste desapareciera. Esta carga ideológica hace
difícil comprender que el Estado grande, planificador, empresario, interventor y
benefactor que las circunstancias históricas hicieron necesario en todo el mundo (y en
Chile) durante el segundo tercio del siglo XX no responde a las nuevas realidades y que
éstas reclaman un Estado más pequeño pero más inteligente, estratégico, asociativo,
abierto al mercado y a la sociedad civil, e insospechablemente garante de la equidad
social. La cultura de los grandes modelos hace difícil despedirse de una forma de Estado
que respondió a aquel que prevaleció durante el anterior período. La sensibilidad
emergente, sospechosa de los grandes modelos colectivos y sensible a la diferencia y a las
realidades particulares, aún no logra proponer un Estado que la comprenda, la interprete
y la maneje. El tradicional Estado intraburocrático defiende su forma de organización o
trata de reformarla desde adentro, pero experimenta graves dificultades para abrirse y
reformarse con la participación de la sociedad y de la gente. La rigidez del Estado, y la
estrategia burocrática que en algunos países se está empleando para su reforma, son
herederas de la antigua cultura paradigmático y desconocen la fuerza del particularismo
en la modernidad avanzada.
VIII. El factor cultural del desarrollo
Alain Peyrefitte (1995) demostró cómo el portentoso desarrollo de Occidente durante
los tiempos modernos estuvo fundamentalmente asociado al logro de grados aceptables de
superación del conflicto y la amenaza que se habían apoderado del final del Medioevo,
con el surgimiento de un conjunto de valores emprendedores, plasmados en instituciones,
que constituyeron el campo cultural que hizo posible el desarrollo. Ese mismo año,
Francis Fukuyama (1995) planteaba la misma tesis, en forma independiente.
En 1993, con ocasión de su incorporación a la Academia de Ciencias Morales y Políticas
de España, el Presidente del BID, Enrique V. Iglesias, señaló la necesidad de realizar
transformaciones que debían asentarse en nuevos valores sociales directamente
relacionados con los aspectos éticos del desarrollo. Para él era necesario enfrentar las
siguientes necesidades: "(1) abordar un enfoque integral del desarrollo económico
bajo las reglas de una nueva cultura de la solidaridad; (2) instrumentar una auténtica
reforma social integral que parta de la profunda desarticulación que subsiste en la
sociedad latinoamericana y supere las distancias económicas que separan a sus grupos
sociales; (3) ampliar y consolidar las bases de las demandas políticas en nuestras
sociedades, y (4) acometer una profunda reforma del Estado contemporáneo para
constituirlo en una expresión auténtica de agente tutelar del bien común"
(Iglesias, 1997).
Las economías de mercado, particularmente en sus expresiones más individualistas, son la
manifestación institucional de una cultura. De una cultura que, frente a la pérdida de
fe en la historia, en la sociedad y en el Estado como agentes eficaces de satisfacción de
las necesidades sociales, confía que ella provenga de la competencia en el mercado, de la
lucha inteligente por el lucro y del incentivo proporcionado por el acceso a formas
superiores de consumo, de estatus, prestigio y proyección social. Esa visión extrema,
convertida en un ethos por la ideología neoliberal, desperdicia la mayor parte de
las promesas que podría encerrar la modernidad avanzada, con su apertura a los impulsos
de desarrollo personal, a la posibilidad de optar, a la capacidad de construir nuestras
identidades, la diversidad la alteridad, en donde podría haber gérmenes de una sociedad
más plural y solidaria.
En un mundo postestructuralista, en que diversas alianzas entre conocimiento,
información, libertad, espíritu de innovación, afectividad y escepticismo frente a
modelos o consignas establecidos tienden a desestructurar las instituciones que la
sociedad nos ofrece, la posibilidad de construir o reconstruir identidades propias,
individuales o colectivas, no puede hacerse sin el respaldo que da la búsqueda de raíces
históricas, locales o valóricas. La necesidad de defender o construir identidades
culturales, como una de las fuerzas centrales de la modernidad avanzada, es la respuesta a
los sentimientos de desarraigo, angustias y estrés, propios de toda sociedad
contemporánea, y la fuente más probable de seguridad, autoestima y realización
personal. El PNUD (1998), en su informe sobre el desarrollo humano en Chile, señala,
entre las paradojas de la modernización, el surgimiento de una subjetividad vulnerada y
de altos niveles de inseguridad personal y social, precisamente en uno de los países que
ha mostrado mejores indicadores macroeconómicos en la evolución reciente de América
Latina. Destacados líderes del desarrollo consideran que la autoestima y el papel
positivo que puede otorgar la construcción de una identidad cultural fuerte es un factor
esencial para este proceso. "La desvalorización de la propia imagen, que
generalmente acompaña a la creencia en la propia incapacidad, genera actitudes fatalistas
y dependientes que son funestas para las mismas posibilidades de desarrollo, en cuanto
éste supone un crecimiento dignificante y autorrealizador de todas las personas"
(Iglesias, 1997).
Históricamente la educación es el factor que ha estado más ligado a la construcción de
identidades individuales y colectivas. Desde la perspectiva griega de la paideia, fuente
de la civilización occidental, Píndaro definió la educación como un proceso
consistente en "llegar a ser lo que somos". Este fue siempre un proceso de
carácter cultural y social, en que intervinieron múltiples elementos, a partir de la
familia. Las escuelas o establecimientos educacionales, como expresión institucionalizada
del proceso educativo, aparecieron tarde en la edad moderna. Hoy día hay una crisis de la
educación. Paradójicamente, su revalorización como crisol de la personalidad, la ética
y la ciudadanía se está produciendo con retraso en comparación con el descubrimiento de
la importancia de la educación para el desarrollo económico, como fuente de capital
humano (CEPAL, 1992; Porter, 1991). En el período en que las sociedades de producción
están siendo sustituidas por sociedades del conocimiento, el que actualmente constituye
el principal factor de desarrollo, no cabe dudas acerca de la importancia de la
educación. Sin embargo, se plantean graves confusiones en torno a los niveles y formas
que debe adoptar su orientación o contenido y a la capacidad de respuesta de los
gobiernos y las sociedades a la necesidad de adecuación de este proceso a las exigencias
del desarrollo (Faure y otros, 1972; Delors, 1996; Neave y Van Gught, 1996).
La educación es, en esencia, la expresión de la cultura prevaleciente en una sociedad;
al finalizar el presente siglo se ha fortalecido el reconocimiento de que, además,
constituye el principal factor del desarrollo y la competitividad de las economías. Este
reconocimiento se agrega a otro, generalizado durante la posguerra y el proceso de
descolonización, de que es la palanca principal para promover el empleo productivo, la
equidad, y el mejoramiento de la distribución del ingreso, principalmente en las
sociedades en vías de desarrollo. También se agrega la conciencia forjada desde la
revolución francesa hasta el derrumbe de los socialismos reales, pasando por la derrota
del fascismo, de que la educación es la principal condición para crear ciudadanía y
abrir cauces a la participación de los ciudadanos en la vida pública y política. La
toma de conciencia -antes precaria- de que crecimiento económico, equidad social y
democracia política son procesos inseparables, que ha ido creciendo desde el final del
decenio perdido de 1980, contiene -implícita o explícitamente- una apuesta por la
educación. La educación no sólo es parte de la cultura de las sociedades sino,
también, a diferencia de la visión neoliberal de su función sectorial, debe apoyarse e
integrarse en otros valores y agentes de carácter cultural, como la ciudad, las
comunidades, la localidad, la familia o las afinidades electivas de los distintos grupos
sociales.
Un aspecto común a la transformación de los valores que vive nuestro tiempo, advirtiendo
siempre acerca de la esencial ambigüedad, ambivalencia y diversidad que caracteriza la
sensibilidad cultural en la modernidad avanzada, se refiere al aprecio por la flexibilidad
como característica de toda clase de organizaciones sociales y de formas de
comportamiento o de vida. He elegido este concepto para concatenar muchas ideas
interconectadas que están detrás de la forma en que se presentan los fenómenos
culturales, económicos y sociales en nuestra época. Ellas están magistralmente
expresadas en sus conferencias póstumas por Italo Calvino (1994) en donde, a partir de un
finísimo trabajo de análisis y proyección de los valores contenidos en, diversos
ejemplos de la literatura y el lenguaje, propone que la levedad, la rapidez, la exactitud,
la visibilidad y la multiplicidad serán los rasgos preferidos de la cultura y las
organizaciones del futuro.
No tengo dudas acerca de la certeza de este vaticinio, incluso tomando en consideración
las orientaciones que han adoptado en estos últimos decenios los sectores aparentemente
más alejados de la poesía y la literatura, como son la empresa y la economía. Quedó
atrás una base tecnológica dependiente del acero, el petróleo o la petroquímica, que
hizo de las industrias pesadas y de la producción en serie el motor del crecimiento
económico, para ceder el paso a las industrias de la informática, las comunicaciones, el
conocimiento, la organización y la gestión. Tampoco dudo de que hoy las sociedades
tratan de desarrollar esas mismas características más allá de las fronteras de la
producción y de la economía, en los ámbitos en que las personas se comportan como
consumidores, ciudadanos, o como seres efectivos, soñadores o lúdicos. Y tampoco tengo
dudas de que éste es un cambio enteramente cultural que, sin embargo, está afectando
poderosamente la forma de construir nuestra subjetividad y nuestras identidades, las
relaciones interpersonales, las organizaciones y las sociedades. Es también un lugar
común verificar que la preferencia por esos valores y formas de comportamiento u
organización ha llegado a ser decisiva en la competitividad y la solidez de los mercados,
las empresas, las organizaciones, las parejas, los medios, los espectáculos, los países
y las iglesias. Se trata, una vez más, del factor cultural del desarrollo.
Otra de las posibilidades que encierra la sensibilidad cultural de la modernidad avanzada
-contrapartida o complemento no necesariamente antitético con el proyecto o el ethos ideológico
neoliberal- es la necesidad o búsqueda de la asociatividad. La reacción de la
gente que vive en la base urbana, local o comunitaria de nuestras sociedades frente a la
desprotección y a las inequidades que genera el desequilibrado predominio del mercado y
de la competitividad, así como frente a la crisis del Estado paternal heredado del
pasado, es la búsqueda de locus, nichos, raíces, redes y asociaciones cercanas en
donde apoyarse y construir identidades. La reivindicación y el auge de los movimientos y
las autonomías regionales y municipales en la Unión Europea -en contraste con la
debilidad de los esfuerzos que se observan en América Latina para fortalecer esos
niveles- son una de las expresiones de mayor envergadura de esa tendencia. También lo es
la tendencia a promover organizaciones comunales, vecinales o de intereses
(microempresarios, ecológicos y otros) a nivel más pequeño. Las dimensiones que está
alcanzando el voluntariado en algunos países de Europa, Israel y en los Estados Unidos es
una expresión más de este fenómeno. Las raíces históricas de los países
iberoamericanos no contienen fuertes semillas comunitarias y asociativas. La insuficiencia
de la legislación tendiente a facilitar estos procesos por la vía de la formación
expedita de asociaciones comunitarias o ciudadanas, de redes de protección social o de
consorcios entre instituciones públicas, privadas y sin fines de lucro, es un ejemplo de
este déficit. Sin embargo, la experiencia en la base indica que, con estímulos
relativamente pequeños, las sociedades de la región reaccionan frente a este potencial
encerrado en los valores actuales (Kliksberg, 1993; Urzúa, 1996, y Bourdieu, 1993).
Cobra particular importancia el potencial que ofrecen relacionado con los marcos
institucionales y las formas de comportamiento de origen cultural, en materia de
desarrollo económico y social, las esferas más cercanas a la vida de la gente, como el
mejoramiento de las ciudades y los barrios, el fortalecimiento o supervivencia de la
pequeña empresa y los programas de erradicación de la pobreza. A diferencia del viejo
continente, en los países latinoamericanos -en donde a una estrategia histórica de
urbanización sin industrialización se sumó el incremento demográfico- los gobiernos
centrales no han concebido autoridades ni políticas urbanas eficaces (con muy pocas y
notables excepciones) y se ha apelado mucho menos aún a la participación de la comunidad
y la ciudadanía. Entre las secuelas de este fenómeno figuran los problemas de
contaminación y de deterioro ambiental, inseguridad ciudadana, hacinamiento en los
programas de vivienda social, congestión, desaparición de los barrios y áreas comunales
y ostentación de la desigualdad. La ausencia o la debilidad de las políticas productivas
en una economía de mercado influida por una ideología neoliberal, o su reducción a
acciones emblemáticas de alcance muy limitado, han puesto en tela de juicio la viabilidad
de la mediana, pequeña y microempresa en América; con ello se desperdicia la posibilidad
de potenciar el capital humano y social que ofrece ese sector, que genera una parte no
despreciable de la producción de la región y ha sido responsable de la mayor parte del
insuficiente aumento del empleo. Un tercer frente en las políticas de erradicación de la
pobreza se refiere al desarrollo de actitudes y estrategias culturales encaminadas a
ampliar la vinculación del sector privado y de la comunidad con el financiamiento y la
ejecución de los programas respectivos, a través de algunas fórmulas como las
siguientes a) Participación de la empresa y del sector privado en la administración y el
financiamiento de programas de educación, salud o seguridad ciudadana; b) ampliación de
la legislación y de los incentivos fiscales a la transferencia de recursos, por parte de
las empresas, a organizaciones sin fines de lucro para la ejecución de programas y
proyectos sociales; c) pago compartido de servicios sociales, como vivienda o salud, con
la contribución de los beneficiarios (pese a la objeción ideológica de su carácter no
igualitario) y d) participación de la comunidad -o de los interesados- en la gestión de
obras y servicios públicos.
He señalado diversos sectores en que los valores, las predisposiciones y las formas de
organización culturales no sólo influyen en la orientación del proceso de desarrollo y
de las políticas públicas a través de las cuales el Estado procura promover ese
proceso, sino que también determinan los modos de acción y de intervención en la
realidad económica y social en una etapa determinada. Una manifestación de esta
influencia es el ámbito de las políticas públicas. Cuando la evolución de las
sociedades respondía a determinados modelos, proyectos o planificaciones globales
encabezadas por el Estado, éste era el autor de la planificación económico-social, el
dueño de una parte importante de las instalaciones productivas y el proveedor casi
exclusivo de todos los servicios sociales (salud, educación, seguridad social) No
necesitaba que esa relación fuese definida dentro del marco de políticas generales,
porque actuaba como un patrón. En una época en que se cuestiona la efectividad de los
modelos y los proyectos sociales administrados por el Estado y en que éste comparte su
papel con el mercado, el sector privado y -poco a poco- con la sociedad civil, la
relación del Estado con la sociedad y con sus intereses no es una relación patronal,
sino estratégica y reguladora. Esa función es desempeñada a través de la
deliberación, la formulación y la ejecución de las políticas públicas. De allí que
pueda sostenerse que éstas, su grado de consenso, su orientación, cobertura y
resultados, estén pasando a ser más importantes, en la opinión de la ciudadanía, que
los partidos políticos o los procesos electorales, para medir el grado de respuesta del
gobierno a las demandas sociales y de representatividad de los gobernantes. De nuevo, el
peso de grandes agregados oficiales o colectivos, como el Estado, los partidos y las
elecciones, tienden a ser sustituidos por instrumentos más cercanos a los temas o
intereses valóricos de la sociedad y de la gente, como las políticas públicas, el
principal medio que hoy tiene el gobierno para comunicarse con la ciudadanía.
He señalado aquí, como áreas ilustrativas, la poderosa influencia que tienen en el
proceso de desarrollo elementos culturales como a) la construcción y el ejercicio de
identidades personales y colectivas; b) los procesos de socialización, con énfasis en
los sistemas educativos; c) la flexibilidad de la sociedad, y de sus diversos agentes,
para responder al cambio; d) el fenómeno de la asociatividad; e) las oportunidades de
cogestión (y cofinanciamiento) entre los diversos actores sociales, gubernamentales,
privados y comunitarios y f) el papel de las políticas públicas como vía de
comunicación entre lo público y lo privado.
El Banco Mundial sostiene que el concepto de capital como factor productivo, además de
los recursos naturales, la infraestructura física y productiva y los recursos
financieros, incluye, como un factor fundamental del proceso de desarrollo, lo que
denomina "capital social". Ese capital social estaría integrado, casi en su
totalidad, por aquellos elementos intangibles que dependen de los umbrales o percepciones
cognoscitivas, valóricas, organizacionales y conductuales que la cultura, en cada etapa,
proporciona a la economía, la sociedad y la política, así como a la subjetividad de las
personas.
IX. El papel de la sociedad civil
Una de las grandes consecuencias de la ruptura del paradigma de la modernidad madura,
cuyo ethos de racionalidad burocrática y de grandes proyectos colectivos estaba
basada en la supremacía del Estado y de sus programas, es la gradual revitalización de
la llamada sociedad civil. Se trata de un concepto incierto y, desde luego polémico, pues
no encuadra en las categorías de análisis tradicionales de la política y del Estado. En
el período más reciente, sin embargo, ha servido para abanderar los intereses de grupos
sociales y ciudadanos que no encuentran que ellos se reflejen en los programas
gubernativos. En otros escritos he sostenido que el Estado fue un producto de la sociedad,
que surgió al romperse el sistema feudal de autoridades y lealtades, con el surgimiento
del comercio, el dinero, la burguesía y, por ende, las ciudades, que debieron darse una
autoridad. El Estado se desarrolló a partir de las ciudades-Estado del Renacimiento
italiano y nortealpino, pasando por los Estados absolutistas del antiguo régimen, hasta
culminar con el Estado grande construido desde la segunda mitad del siglo pasado. La
relación entre sociedad y Estado evolucionó inversamente, desde el comienzo del proceso,
a través de una progresiva expropiación de la sociedad por el Estado, como agente o
demiurgo de grandes proyectos sociales. Esta evolución condujo al Estado industrial,
militar, empresario, benefactor y burocrático de la segunda mitad del siglo pasado y a
los proyectos socioculturales que dicho Estado impulsó.
La participación de la ciudadanía -el estado llano de ese período- en el frente de
lucha de las dos guerras mundiales, su incorporación al sufragio y la política y el
prolongado período de prosperidad que vivieron los países industriales durante la
última posguerra, permitieron explorar los límites fiscales del Estado benefactor y
alentaron a la sociedad civil a organizarse y expresarse en forma cada vez más pluralista
y autónoma. Esta es, a mi juicio, la dirección que viven las sociedades actuales
(Tomassini, 1994 b).
La sede de la cultura y de las preocupaciones valóricas es la sociedad civil, no el
Estado. El papel del Estado en la edad moderna, como portador de un proyecto social
racional o ilustrado y su consiguiente crecimiento a expensas de los márgenes de
autonomía de la sociedad civil, perdió importancia y aun sentido. Como consecuencia de
la transformación de los valores producida durante el desarrollo de la modernidad
avanzada, renace la conciencia acerca de la importancia de la sociedad civil y de la
presencia de ésta frente al gobierno y al Estado. Los valores que en cada etapa procura
promover el Estado son aquellos pertenecientes a la cultura cívica imperante, esto es, a
la cultura política de la sociedad civil: no son los propios. El Estado es el
representante de la sociedad y, por lo tanto, gestiona sus valores (Tomassini, 1992 y
1994a).
El resurgimiento de la sociedad civil no está exento de contradicciones y tensiones.
Muchos creímos que las nuevas formas de acción social organizada surgidas por reacción
frente al Estado paternalista o a los gobiernos autoritarios que operaron en los últimos
decenios llevarían necesariamente a la reconstrucción de la sociedad civil y a una
sociedad más fuerte y más autónoma. Muchos pensamos también que esa tendencia iba a
servir de base a la democratización de nuestras sociedades. Sin embargo, no todo marchó
en esa dirección (Fundación Nacional para la Recuperación de la Pobreza, 1998). Tan
pronto las condiciones políticas lo hicieron posible, se recompusieron los partidos
políticos, reincorporando a sus estructuras buena parte de los elementos más valiosos de
aquellas organizaciones sociales. Por ello, no es correcto culpar solamente al Estado de
sofocar la sociedad civil, pues lo han hecho también los partidos políticos. Sin
embargo, los partidos no se recompusieron con la vitalidad y el poder de convocatoria de
antes, con lo cual se produjo un enorme vacío. Por una parte, la reconstitución de la
sociedad civil permite una vez más expresar con fuerza las demandas ciudadanas frente al
gobierno y al Estado, pero no lo hace en aquella forma organizada y permanente en que lo
hicieron las antiguas organizaciones sociales, los patrones, los trabajadores
sindicalizados o el campesinado, sino más bien como una reacción, más sensible que
antes, a un creciente número de problemas parciales. El hecho de que en la actualidad el
verdadero articulador de la sociedad sea el mercado limita severamente la posibilidad de
que la sociedad civil se organice para expresar sus intereses. Paradójicamente, mientras
que durante su etapa de desmesurado crecimiento el abrazo del Estado sofocó a la sociedad
civil, su actual debilitamiento reduce sus condiciones de viabilidad.
Así y todo, la sociedad civil tiene hoy la voz de los intereses valóricos de la
comunidad y de la ciudadanía frente al Estado y el gobierno. El problema de la
gobernabilidad de la democracia -que en nuestros días se ha puesto tan de manifiesto-
depende, fundamentalmente, de la capacidad del gobierno para interpretar y configurar la
agenda pública y, por lo tanto, de las formas de organización, de representación y
acción que adopte para ello. Una vez que ha alcanzado la velocidad de vuelo que le
confiere una adecuada tasa de crecimiento respetuosa de los equilibrios económicos, su
buena marcha sólo está sujeta a las turbulencias que pueden provocar sectores sociales
insatisfechos por las soluciones que el gobierno da -o deja de dar- a esos temas
valóricos. Los gobiernos suelen ser más autocomplacientes que las sociedades. Para
incorporar esos temas a la agenda pública, y para resolverlos, se requiere una reforma
del Estado esencialmente orientada a abrir canales de comunicación y de interacción con
la comunidad y la ciudadanía en el diseño y la ejecución de políticas, programas
urbanos, vecinales, empresariales, agrícolas, pesquemos, educativos, de salud,
preservación del medio ambiente, seguridad ciudadana y muchos otros, que incorporarán
valores a sus políticas y a la propia política, tan carente de ellos.
El respaldo que la sociedad civil requiere para ser la expresión de los valores de la
comunidad en un momento dado no puede provenir solamente del Estado. La crisis de los
partidos políticos en diversos lugares se ha originado fundamentalmente en que, tarde o
temprano, se sometieron a la ley de hierro de las oligarquías, convirtiéndose en
organizaciones profesionales, jerárquicas, competitivas y cerradas cuya función es
obtener mayores cuotas de poder, y no la representación ciudadana. Otro tanto ocurre en
el sector privado, en la medida en que se lo considere constituido por las grandes
empresas (o grupos de empresas) de cada país, que no participan en la sociedad civil ni
contribuyen a su desarrollo, pese a que ésta es el entorno institucional, de seguridad y
de confianza que genera aquellas externalidades que precisan para operar (por lo cual,
personalmente, creo que en la cultura latinoamericana el sector privado no forma parte de
la sociedad civil). Otra fuente de su expansion y fortalecimiento debe buscarse en el seno
de la propia sociedad civil, en el desarrollo de actitudes, instituciones y prácticas
solidarias, en su tendencia a la asociación como un medio para obtener objetivos valiosos
comunes y en su atención y sensibilidad para reproducir y extender prácticas
productivas, comunales, educativas, de ahorro, financieras, de seguridad pública y
recreacionales desarrolladas en algunos casos por la gente, que pueden transferirse a
otros lugares.
Estos son algunos ejemplos de lo que he llamado "factor cultural" en el
desarrollo.
Nota:
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