En vísperas de su muerte, en
carta inconclusa porque una bala española le atravesó
el corazón el 18 de mayo de 1895, José Martí, Apóstol
de nuestra independencia, escribió a su amigo Manuel
Mercado: «Ya puedo escribir... ya estoy todos los días
en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber...,
de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se
extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan,
con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.
Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso...
»Las mismas obligaciones
menores y públicas de los pueblos... más vitalmente
interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión
de los Imperialistas... el camino que se ha de cegar, y
con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de
los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y
brutal que los desprecia –les habían impedido la
adhesión ostensible y ayuda patente a este sacrificio,
que se hace en bien inmediato y de ellos.
»Viví en el monstruo, y le
conozco las entrañas: –y mi honda es la de David.»
Ya Martí, en 1895, señaló el
peligro que se cernía sobre América y llamó al
imperialismo por su nombre: Imperialismo. A los pueblos
de América advirtió que ellos estaban más que nadie
interesados en que Cuba no sucumbiera a la codicia
yanqui despreciadora de los pueblos latinoamericanos.
Y con su propia sangre, vertida
por Cuba y por América, rubricó las póstumas palabras
que en homenaje a su recuerdo el pueblo de Cuba suscribe
hoy a la cabeza de esta Declaración.
Han transcurrido sesenta y
siete años. Puerto Rico fue convertida en colonia y es
todavía colonia saturada de bases militares. Cuba cayó
también en las garras del imperialismo. Sus tropas
ocuparon nuestro territorio. La Enmienda Platt fue
impuesta a nuestra primera Constitución, como cláusula
humillante que consagraba el odioso derecho de
intervención extranjera. Nuestras riquezas pasaron a
sus manos, nuestra historia falseada, nuestra
administración y nuestra política moldeada por entero
a los intereses de los interventores; la nación
sometida a sesenta años de asfixia política, económica
y cultural.
Pero Cuba se levantó, Cuba
pudo redimirse a sí misma del bastardo tutelaje. Cuba
rompió las cadenas que ataban su suerte al imperio
opresor, rescató sus riquezas, reivindicó su cultura y
desplegó su bandera soberana de Territorio y Pueblo
Libre de América.
Ya los Estados Unidos no podrán
caer jamás sobre América con la fuerza de Cuba, pero
en cambio, dominando a la mayoría de los demás Estados
de América Latina, Estados Unidos pretende caer sobre
Cuba con la fuerza de América.
¿Qué es la historia de Cuba
sino la historia de América Latina? ¿Y qué es la
historia de América Latina sino la historia de Asia, África
y Oceanía? ¿Y qué es la historia de todos estos
pueblos sino la historia de la explotación más
despiadada y cruel del imperialismo en el mundo entero?
A fines del siglo pasado y
comienzos del presente, un puñado de naciones económicamente
desarrolladas habían terminado de repartirse el mundo,
sometiendo a su dominio económico y político a las dos
terceras partes de la humanidad, que, de esta forma, se
vio obligada a trabajar para las clases dominantes del
grupo de países de economía capitalista desarrollada.
Las circunstancias históricas
que permitieron a ciertos países europeos y a los
Estados Unidos de Norteamérica un alto nivel de
desarrollo industrial, los situó en posición de poder
someter a su dominio y explotación al resto del mundo.
¿Qué móviles impulsaron esa
expansión de las potencias industrializadas? ¿Fueron
razones de tipo moral, «civilizadoras», como ellos
alegaban? No: fueron razones de tipo económico.
Desde el descubrimiento de América,
que lanzó a los conquistadores europeos a través de
los mares a ocupar y explotar las tierras y los
habitantes de otros continentes, el afán de riqueza fue
el móvil fundamental de su conducta. El propio
descubrimiento de América se realizó en busca de rutas
más cortas hacia el Oriente, cuyas mercaderías eran
altamente pagadas en Europa.
Una nueva clase social, los
comerciantes y los productores de artículos
manufacturados para el comercio, surge del seno de la
sociedad feudal de señores y siervos en las postrimerías
de la Edad Media.
La sed de oro fue el resorte
que movió los esfuerzos de esa nueva clase. El afán de
ganancia fue el incentivo de su conducta a través de su
historia. Con el desarrollo de la industria
manufacturera y el comercio fue creciendo su influencia
social. Las nuevas fuerzas productivas que se
desarrollaban en el seno de la sociedad feudal chocaban
cada vez más con las relaciones de servidumbre propias
del feudalismo, sus leyes, sus instituciones, su filosofía,
su moral, su arte y su ideología política.
Nuevas ideas filosóficas y políticas,
nuevos conceptos del derecho y del Estado fueron
proclamados por los representantes intelectuales de la
clase burguesa, los que por responder a las nuevas
necesidades de la vida social, poco a poco se hicieron
conciencia en las masas explotadas. Eran entonces ideas
revolucionarias frente a las ideas caducas de la
sociedad feudal. Los campesinos, los artesanos y los
obreros de las manufacturas, encabezados por la burguesía,
echaron por tierra el orden feudal, su filosofía, sus
ideas, sus instituciones, sus leyes y los privilegios de
la clase dominante, es decir, la nobleza hereditaria.
Entonces la burguesía,
consideraba justa y necesaria la revolución. No pensaba
que el orden feudal podía y debía ser eterno, como
piensa ahora de su orden social capitalista. Alentaba a
los campesinos a librarse de la servidumbre feudal,
alentaba a los artesanos contra las relaciones gremiales
y reclamaba el derecho al poder político. Los monarcas
absolutos, la nobleza y el alto clero defendían
tenazmente sus privilegios de clase, proclamando el
derecho divino de la corona y la intangibilidad del
orden social. Ser liberal, proclamar las ideas de
Voltaire, Diderot, Juan Jacobo Rousseau, portavoces de
la filosofía burguesa, constituía entonces para las
clases dominantes un delito tan grave como es hoy para
la burguesía ser socialista y proclamar las ideas de
Marx, Engels y Lenin.
Cuando la burguesía conquistó
el poder político y estableció sobre las ruinas de la
sociedad feudal su modo capitalista de producción,
sobre ese modo de producción erigió su estado, sus
leyes, sus ideas e instituciones. Esas instituciones
consagraban en primer término la esencia de su dominación
de clase: la propiedad privada. La nueva sociedad basada
en la propiedad privada sobre los medios de producción
y en la libre competencia quedó así dividida en dos
clases fundamentales: una poseedora de los medios de
producción, cada vez más modernos y eficientes; la
otra, desprovista de toda riqueza, poseedora sólo de su
fuerza de trabajo, obligada a venderla en el mercado
como una mercancía más para poder subsistir.
Rotas las trabas del feudalismo,
las fuerzas productivas se desarrollaron
extraordinariamente. Surgieron las grandes fábricas,
donde se acumulaba un número cada vez mayor de obreros.
Las fábricas más modernas y técnicamente
eficientes iban desplazando del mercado a los
competidores menos eficaces. El costo de los equipos
industriales se hacía cada vez mayor; era necesario
acumular cada vez sumas superiores de capital. Una parte
importante de la producción se fue acumulando en número
menor de manos. Surgieron así las grandes empresas
capitalistas y más adelante las asociaciones de grandes
empresas a través de carteles, sindicatos, «trusts» y
consorcios, según el grado y el carácter de la
asociación, controlados por los poseedores de la mayoría
de las acciones, es decir, por los más poderosos
caballeros de la industria.
La libre concurrencia, característica
del capitalismo en su primera fase, dio paso a los
monopolios que concertaban acuerdos entre sí y
controlaban los mercados.
¿De dónde salieron las
colosales sumas de recursos que permitieron a un puñado
de monopolistas acumular miles de millones de dólares?
Sencillamente, de la explotación del trabajo humano.
Millones de hombres obligados a trabajar por un salario
de subsistencia produjeron con su esfuerzo los
gigantescos capitales de los monopolios. Los
trabajadores acumularon las fortunas de las clases
privilegiadas, cada vez más ricas, cada vez más
poderosas. A través de las instituciones bancarias
llegaron a disponer éstas no sólo de su propio dinero,
sino también del dinero de toda la sociedad. Así se
produjo la fusión de los bancos con la gran industria y
nació el capital financiero.
¿Qué hacer entonces con los
grandes excedentes de capital que en cantidades mayores
se iba acumulando? Invadir con ellos el mundo. Siempre
en pos de la ganancia, comenzaron a apoderarse de las
riquezas naturales de todos los países económicamente
débiles y a explotar el trabajo humano de sus
pobladores con salarios mucho más míseros que los que
se veían obligados a pagar a los obreros de la propia
metrópoli. Se inició así el reparto territorial y
económico del mundo. En 1914, ocho o diez países
imperialistas habían sometido a su dominio económico y
político fuera de sus fronteras a territorios cuya
extensión ascendía a 83.700.000 kilómetros cuadrados,
en una población de novecientos setenta millones de
habitantes. Sencillamente se habían repartido el mundo.
Pero como el mundo era limitado
en extensión, repartido ya hasta el último rincón del
globo, vino el choque entre los distintos países
monopolistas y surgieron las pugnas por nuevos repartos
originados en la distribución no proporcional al poder
industrial y económico que los distintos países
monopolistas en desarrollo desigual habían alcanzado.
Estallaron las guerras imperialistas que costarían a la
humanidad cincuenta millones de muertos, decenas de
millones de inválidos e incalculables riquezas
materiales y culturales destruidas. Aún no había
sucedido esto cuando ya Marx escribió que «el capital
recién nacido rezumaba sangre y fango por todos los
poros, desde los pies a la cabeza».
El sistema capitalista de
producción, una vez que hubo dado de sí todo lo que
era capaz, se convirtió en un abismal obstáculo al
progreso de la humanidad. Pero la burguesía desde su
origen llevaba en sí misma su contrario. En su seno se
desarrollaron gigantescos instrumentos productivos, pero
a su vez se desarrolló una nueva y vigorosa fuerza
social: el proletariado, llamado a cambiar el sistema
social ya viejo y caduco del capitalismo por una forma
económico-social superior y acorde con las
posibilidades históricas de la sociedad humana,
convirtiendo en propiedad de toda la sociedad esos
gigantescos medios de producción que los pueblos y nada
más que los pueblos con su trabajo habían creado y
acumulado. A tal grado de desarrollo de las fuerzas
productivas, resultaba caduco y anacrónico un régimen
que postulaba la posesión privada y con ello la
subordinación de la economía de millones y millones de
seres humanos a los dictados de una exigua minoría
social.
Los intereses de la humanidad
reclamaban el cese de la anarquía en la producción, el
derroche, las crisis económicas y las guerras de rapiña
propias del sistema capitalista. Las crecientes
necesidades del género humano y la posibilidad de
satisfacerlas exigían el desarrollo planificado de la
economía y la utilización racional de sus medios de
producción y recursos naturales.
Era inevitable que el
imperialismo y el colonialismo entraran en profunda e
insalvable crisis. La crisis general se inició a raíz
de la Primera Guerra Mundial con la revolución de los
obreros y campesinos, que derrocó al imperio zarista de
Rusia e implantó, en dificilísimas condiciones de
cerco y agresión capitalista, el primer Estado
socialista del mundo, iniciando una nueva era en la
historia de la humanidad. Desde entonces hasta nuestros
días, la crisis y la descomposición del sistema
imperialista se han acentuado incesantemente.
La Segunda Guerra Mundial,
desatada por las potencias imperialistas, y que arrastró
a la Unión Soviética y a otros pueblos de Europa y de
Asia, criminalmente invadidos, a una sangrienta lucha de
liberación, culminó en la derrota del fascismo, la
formación del campo mundial del socialismo y la lucha
por su soberanía de los pueblos coloniales y
dependientes. Entre 1945 y 1957 más de mil doscientos
millones de seres humanos conquistaron su independencia
en Asia y en África. La sangre vertida por los pueblos
no fue en vano.
El movimiento de los pueblos
dependientes y colonizados es un fenómeno de carácter
universal que agita al mundo y marca la crisis final del
imperialismo.
Cuba y América Latina forman
parte del mundo. Nuestros problemas forman parte de los
problemas que se engendran de la crisis general del
imperialismo y la lucha de los pueblos subyugados: el
choque entre el mundo que nace y el mundo que muere. La
odiosa y brutal campaña desatada contra nuestra Patria
expresa el esfuerzo desesperado como inútil que los
imperialistas hacen para evitar la liberación de los
pueblos.
Cuba duele de manera especial a
los imperialistas. ¿Qué es lo que se esconde tras el
odio yanqui a la Revolución Cubana? ¿Qué explica
racionalmente la conjura que reúne en el mismo propósito
agresivo a la potencia imperialista más rica y poderosa
del mundo contemporáneo y a las oligarquías de todo un
continente, que juntos suponen representar una población
de trescientos cincuenta millones de seres humanos,
contra un pequeño pueblo de sólo siete millones de
habitantes, económicamente subdesarrollado, sin
recursos financieros ni militares para amenazar ni la
seguridad ni la economía de ningún país?
Los une y los concita el miedo.
Lo explica el miedo. No el miedo a la Revolución Cubana;
el miedo a la revolución latinoamericana. No el miedo a
los obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales y
sectores progresistas de las capas medias que han tomado
revolucionariamente el poder en Cuba; sino el miedo a
que los obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales
y sectores progresistas de las capas medias tomen
revolucionariamente el poder en los pueblos oprimidos,
hambrientos y explotados por los monopolios yanquis y la
oligarquía reaccionaria de América; el miedo a que los
pueblos saqueados del continente arrebaten las armas a
sus opresores y se declaren, como Cuba, pueblos libres
de América.
Aplastando la Revolución
Cubana creen disipar el miedo que los atormenta, y el
fantasma de la revolución que los amenaza. Liquidando a
la Revolución Cubana, creen liquidar el espíritu
revolucionario de los pueblos. Pretenden en su delirio
que Cuba es exportadora de revoluciones. En sus mentes
de negociantes y usureros insomnes cabe la idea de que
las revoluciones se pueden comprar o vender, alquilar o
prestar, exportar o importar como una mercancía más.
Ignorantes de las leyes
objetivas que rigen el desarrollo de las sociedades
humanas, creen que sus regímenes monopolistas,
capitalistas y semifeudales son eternos. Educados en su
propia ideología reaccionaria, mezcla de superstición,
ignorancia, subjetivismo, pragmatismo y otras
aberraciones del pensamiento, tienen una imagen del
mundo y de la marcha de la historia acomodada a sus
intereses de clases explotadoras. Suponen que las
revoluciones nacen o mueren en el cerebro de los
individuos o por efecto de las leyes divinas y que además
los dioses están de su parte. Siempre han creído lo
mismo, desde los devotos paganos patricios en la Roma
esclavista, que lanzaban a los cristianos primitivos a
los leones del circo y los inquisidores en la Edad Media
que, como guardianes del feudalismo y la monarquía
absoluta, inmolaban en la hoguera a los primeros
representantes del pensamiento liberal de la naciente
burguesía, hasta los obispos que hoy, en defensa del régimen
burgués y monopolista, anatematizan las revoluciones
proletarias. Todas las clases reaccionarias en todas las
épocas históricas, cuando el antagonismo entre
explotadores y explotados llega a su máxima tensión,
presagiando el advenimiento de un nuevo régimen social,
han acudido a las peores armas de la represión y la
calumnia contra sus adversarios. Acusados de incendiar a
Roma y de sacrificar niños en sus altares, los
cristianos primitivos fueron llevados al martirio.
Acusados de herejes, fueron llevados por los
inquisidores a la hoguera filósofos como Giordano
Bruno, reformadores como Hus y miles de inconformes más
con el orden feudal. Sobre los luchadores proletarios se
ensaña hoy la persecución y el crimen precedidos de
las peores calumnias en la prensa monopolista y burguesa.
Siempre en cada época histórica, las clases dominantes
han asesinado invocando su sociedad de minorías
privilegiadas sobre mayorías explotadas la defensa de
la sociedad, del orden, de la Patria: «su orden
clasista», que mantienen a sangre y fuego sobre los
desposeídos, «la patria» que disfrutan ellos solos,
privando de ese disfrute al resto del pueblo, para
reprimir a los revolucionarios que aspiran a una
sociedad nueva, un orden justo, una Patria verdadera
para todos.
Pero el desarrollo de la
historia, la marcha ascendente de la humanidad no se
detiene ni puede detenerse. Las fuerzas que impulsan a
los pueblos, que son los verdaderos constructores de la
historia, determinadas por las condiciones materiales de
su existencia y la aspiración a metas superiores de
bienestar y libertad, que surgen cuando el progreso del
hombre en el campo de la ciencia, de la técnica y de la
cultura lo hacen posible, son superiores a la voluntad y
al terror que desatan las oligarquías dominantes.
Las condiciones subjetivas de
cada país, es decir, el factor conciencia, organización,
dirección, puede acelerar o retrasar la revolución según
su mayor o menor grado de desarrollo, pero tarde o
temprano en cada época histórica, cuando las
condiciones objetivas maduran, la conciencia se adquiere,
la organización se logra, la dirección surge y la
revolución se produce.
Que ésta tenga lugar por
cauces pacíficos o nazca al mundo después de un parto
doloroso, no depende de las fuerzas reaccionarias de la
vieja sociedad, que se resisten a dejar nacer la
sociedad nueva, que es engendrada por las
contradicciones que lleva en su seno la vieja sociedad.
La revolución es en la historia como el médico que
asiste al nacimiento de una nueva vida. No usa sin
necesidad los aparatos de fuerza, pero los usa sin
vacilaciones cada vez que sea necesario para ayudar al
parto. Parto que trae a las masas esclavizadas y
explotadas la esperanza de una vida mejor.
En muchos países de América
Latina la revolución es hoy inevitable. Ese hecho no lo
determina la voluntad de nadie. Está determinado por
las espantosas condiciones de explotación en que vive
el hombre americano, el desarrollo de la conciencia
revolucionaria de las masas, la crisis mundial del
imperialismo y el movimiento universal de lucha de los
pueblos subyugados.
La inquietud que hoy se
registra es síntoma inequívoco de rebelión. Se agitan
las entrañas de un continente que ha sido testigo de
cuatro siglos de explotación esclava y feudal del
hombre desde sus moradores aborígenes y los esclavos
traídos de África, hasta los núcleos nacionales que
surgieron después: blancos, negros, mulatos, mestizos e
indios que hoy hermanan el desprecio, la humillación y
el yugo yanqui, como hermana la esperanza de un mañana
mejor.
Los pueblos de América se
liberaron del coloniaje español a principios del siglo
pasado, pero no se liberaron de la explotación. Los
terratenientes feudales asumieron la autoridad de los
gobernantes españoles, los indios continuaron en penosa
servidumbre, el hombre latinoamericano en una u otra
forma siguió esclavo, y las mínimas esperanzas de los
pueblos sucumbieron bajo el poder de las oligarquías y
la coyunda del capital extranjero. Esta ha sido la
verdad de América, con uno u otro matiz, con alguna que
otra variante. Hoy América Latina yace bajo un
imperialismo más feroz, mucho más poderoso y más
despiadado que el imperio colonial español.
Y ante la realidad objetiva e
históricamente inexorable de la revoluci6n
latinoamericana, ¿cuál es la actitud del imperialismo
yanqui? Disponerse a librar una guerra colonial con los
pueblos de América Latina; crear su aparato de fuerza,
los pretextos políticos y los instrumentos seudolegales
suscritos con los representantes de las oligarquías
reaccionarias para reprimir a sangre y fuego la lucha de
los pueblos latinoamericanos.
La intervención del Gobierno
de los Estados Unidos en la política interna de los países
de América Latina ha ido siendo cada vez más abierta y
desenfrenada.
La Junta Interamericana de
Defensa, por ejemplo, ha sido y es el nido donde se
incuban los oficiales más reaccionarios y proyanquis de
los ejércitos latinoamericanos, utilizados después
como instrumentos golpistas al servicio de los
monopolios.
Las misiones militares
norteamericanas en América Latina constituyen un
aparato de espionaje permanente en cada nación,
vinculado estrechamente a la Agencia Central de
Inteligencia, inculcando a los oficiales los
sentimientos más reaccionarios y tratando de convertir
los ejércitos en instrumentos de sus intereses políticos
y económicos.
Actualmente, en la zona del
Canal de Panamá, el alto mando norteamericano ha
organizado cursos especiales de entrenamiento para
oficiales latinoamericanos de lucha contra guerrillas
revolucionarias, dirigidos a reprimir la acción armada
de las masas campesinas contra la explotación feudal a
que están sometidas.
En los propios Estados Unidos,
la Agencia Central de Inteligencia ha organizado
escuelas especiales para entrenar agentes
latinoamericanos en las más sutiles formas de
asesinatos; y es política acordada por los servicios
militares yanquis la liquidación física de los
dirigentes antiimperialistas.
Es notorio que las embajadas
yanquis en distintos países de América Latina están
organizando, instruyendo y equipando bandas fascistas
para sembrar el terror y agredir las organizaciones
obreras, estudiantiles e intelectuales. Esas bandas,
donde reclutan a los hijos de la oligarquía, a lumpen y
gente de la peor calaña moral, han perpetrado ya una
serie de actos agresivos contra los movimientos de masas.
Nada más evidente e inequívoco
de los propósitos del imperialismo que su conducta en
los recientes sucesos de Santo Domingo. Sin ningún tipo
de justificación, sin mediar siquiera relaciones diplomáticas
con esa República, los Estados Unidos, después de
situar sus barcos de guerra frente a la capital
dominicana, declararon con su habitual insolencia que si
el Gobierno de Balaguer solicitaba ayuda militar,
desembarcarían sus tropas en Santo Domingo contra la
insurgencia del pueblo dominicano. Que el poder de
Balaguer fuera absolutamente espurio, que cada pueblo
soberano de América debe tener derecho a resolver sus
problemas internos sin intervención extranjera, que
existan normas internacionales y una opinión mundial,
que incluso existiera una O.E.A., no contaban para nada
en las consideraciones de los Estados Unidos. Lo que sí
contaban eran sus designios de impedir la revolución
dominicana, la reimplantación de los odiosos
desembarcos de su Infantería de Marina, sin más base
ni requisito para fundamentar ese nuevo concepto
filibustero del derecho que la simple solicitud de un
gobernante tiránico, ilegítimo y en crisis. Lo que
esto significa no debe escapar a los pueblos. En América
Latina hay sobrados gobernantes de ese tipo, dispuestos
a utilizar las tropas yanquis contra sus respectivos
pueblos cuando se vean en crisis.
Esta política declarada del
imperialismo norteamericano de enviar soldados a
combatir el movimiento revolucionario en cualquier país
de América Latina, es decir, a matar obreros,
estudiantes, campesinos, a hombres y mujeres
latinoamericanos, no tiene otro objetivo que el de
seguir manteniendo sus intereses monopolistas y los
privilegios de la oligarquía traidora que los apoya.
Ahora se puede ver con toda
claridad que los pactos militares suscritos por el
Gobierno de Estados Unidos con gobiernos
latinoamericanos, pactos secretos muchas veces y siempre
a espaldas de los pueblos, invocando hipotéticos
peligros exteriores que nadie vio nunca por ninguna
parte, tenían el único y exclusivo objetivo de
prevenir la lucha de los pueblos; eran pactos contra los
pueblos, contra el único peligro, el peligro interior
del movimiento de liberación que pusiera en riesgo los
intereses yanquis. No sin razón los pueblos se
preguntaban: ¿Por qué tantos convenios militares? ¿Para
qué los envíos de armas que si técnicamente son
inadecuados para una guerra moderna, son en cambio
eficaces para aplastar huelgas, reprimir manifestaciones
populares y ensangrentar el país? ¿Para qué las
misiones militares, el Pacto de Río de Janeiro y las
mil y una conferencias internacionales?
Desde que culminó la Segunda
Guerra Mundial, las naciones de América Latina se han
ido depauperando cada vez más, sus exportaciones tienen
cada vez menos valor, sus importaciones precios más
altos, el ingreso per cápita disminuye, los pavorosos
porcentajes de mortalidad infantil no decrecen, él número
de analfabetos es superior, los pueblos carecen de
trabajo, de tierras, de viviendas adecuadas, de escuelas,
de hospitales, de vías de comunicación y de medios de
vida. En cambio, las inversiones norteamericanas
sobrepasan los diez mil millones de dólares.
América Latina es además
abastecedora de materias primas baratas y compradora de
artículos elaborados caros. Como los primeros
conquistadores españoles, que cambiaban a los indios
espejos y baratijas por oro y plata, así comercian con
América Latina los Estados Unidos. Conservar ese
torrente de riqueza, apoderarse cada vez más de los
recursos de América y explotar a sus pueblos sufridos:
he ahí lo que se ocultaba tras los pactos militares,
las misiones castrenses y los cabildos diplomáticos de
Washington.
Esta política de paulatino
estrangulamiento de la soberanía de las naciones
latinoamericanas y de manos libres para intervenir en
sus asuntos internos tuvo su punto culminante en la última
reunión de cancilleres. En Punta del Este el
imperialismo yanqui reunió a los cancilleres para
arrancarles, mediante presión política y chantaje económico
sin precedentes, con la complicidad de un grupo de los más
desprestigiados gobernantes de este continente, la
renuncia a la soberanía nacional de nuestros pueblos y
la consagración del odiado derecho de intervención
yanqui en los asuntos internos de América; el
sometimiento de los pueblos a la voluntad omnímoda de
Estados Unidos de Norteamérica, contra la cual lucharon
todos los próceres, desde Bolívar hasta Sandino.
Y no se ocultaron ni el
Gobierno de Estados Unidos ni los representantes de las
oligarquías explotadoras ni la gran prensa reaccionaria
vendida a los monopolios y a los señores feudales, para
demandar abiertamente acuerdos que equivalen a la
supresión formal del derecho de autodeterminación de
nuestros pueblos; borrarlo de un plumazo en la conjura más
infame que recuerda la historia de este continente.
A puertas cerradas entre
conciliábulos repugnantes, donde el ministro yanqui de
colonias dedicó días enteros a vencer la resistencia y
los escrúpulos de algunos cancilleres poniendo en juego
los millones de la Tesorería yanqui en una indisimulada
compraventa de votos, un puñado de representantes de
las oligarquías de países que, en conjunto, apenas
suman un tercio de la población del continente, impuso
acuerdos que sirven en bandeja de plata al amo yanqui la
cabeza de un principio que costó toda la sangre de
nuestros pueblos desde las guerras de independencia. El
carácter pírrico de tan tristes y fraudulentos logros
del imperialismo, su fracaso moral, la unanimidad rota y
el escándalo universal, no disminuyen la gravedad que
entraña para los pueblos de América Latina los
acuerdos que impusieron a ese precio. En aquel cónclave
inmoral la voz titánica de Cuba se elevó sin debilidad
ni miedo para acusar ante todos los pueblos de América
y del mundo el monstruoso atentado y defender virilmente
y con dignidad que constará en los anales de la
historia, no sólo el derecho de Cuba, sino el derecho
desamparado de todas las naciones hermanas del
continente americano.
La palabra de Cuba no podía
tener eco en aquella mayoría amaestrada, pero tampoco
podía tener respuesta; sólo cabía el silencio
impotente ante sus demoledores argumentos, la diafanidad
y valentía de sus palabras. Pero Cuba no habló para
los cancilleres; Cuba habló para los pueblos y para la
historia, donde sus palabras tendrán eco y respuesta.
En Punta del Este se libró una
gran batalla ideológica entre la Revolución Cubana y
el imperialismo yanqui. ¿Qué representaban allí, por
quién habló cada uno de ellos? Cuba representó los
pueblos; los Estados Unidos representó los monopolios.
Cuba habló por las masas explotadas de América;
Estados Unidos, por los intereses oligárquicos
explotadores e imperialistas. Cuba, por la soberanía;
Estados Unidos, por la intervención. Cuba, por la
nacionalización de las empresas extranjeras; Estados
Unidos, por nuevas inversiones de capital foráneo.
Cuba, por la cultura; Estados Unidos, por la ignorancia.
Cuba, por la reforma agraria; Estados Unidos, por el
latifundio. Cuba, por la industrialización de América;
Estados Unidos, por el subdesarrollo. Cuba, por el
trabajo creador; Estados Unidos, por el sabotaje y el
terror contrarrevolucionario que practican sus agentes,
la destrucción de cañaverales y fábricas, los
bombardeos de sus aviones piratas contra el trabajo de
un pueblo pacífico. Cuba, por los alfabetizadores
asesinados; Estados Unidos, por los asesinos. Cuba, por
el pan; Estados Unidos, por el hambre. Cuba, por la
igualdad; Estados Unidos, por el privilegio y la
discriminación. Cuba, por la verdad; Estados Unidos,
por la mentira. Cuba, por la liberación; Estados Unidos,
por la opresión. Cuba, por el porvenir luminoso de la
humanidad; Estados Unidos, por el pasado sin esperanza.
Cuba, por los héroes que cayeron en Girón para salvar
la Patria del dominio extranjero; Estados Unidos, por
los mercenarios y traidores que sirven al extranjero
contra su Patria. Cuba, por la paz entre los pueblos;
Estados Unidos, por la agresión y la guerra. Cuba, por
el socialismo; Estados Unidos, por el capitalismo.
Los acuerdos obtenidos por
Estados Unidos con métodos tan bochornosos que el mundo
entero critica, no restan, sino que acrecentan la moral
y la razón de Cuba, demuestran el entreguismo y la
traición de las oligarquías a los intereses nacionales
y enseña a los pueblos el camino de la liberación.
Revela la podredumbre de las clases explotadoras, en
cuyo nombre hablaron sus representantes en Punta del
Este. La O.E.A. quedó desenmascarada como lo que es: un
ministerio de colonias yanquis, una alianza militar, un
aparato de represión contra el movimiento de liberación
de los pueblos latinoamericanos.
Cuba ha vivido tres años de
Revolución bajo incesante hostigamiento de intervención
yanqui en nuestros asuntos internos. Aviones piratas
procedentes de Estados Unidos lanzando materias
inflamables han quemado millones de arrobas de caña;
actos de sabotaje internacional perpetrados por agentes
yanquis, como la explosión del vapor «La Coubre», ha
costado decenas de vidas cubanas; miles de armas
norteamericanas de todos tipos han sido lanzadas en
paracaídas por los servicios militares de Estados
Unidos sobre nuestro territorio para promover la
subversión; cientos de toneladas de materiales
explosivos y máquinas infernales han sido desembarcados
subrepticiamente en nuestras costas por lanchas
norteamericanas para promover el sabotaje y el
terrorismo; un obrero cubano fue torturado en la Base
Naval de Guantánamo y privado de la vida sin proceso
previo ni explicación posterior alguna; nuestra cuota
azucarera fue suprimida abruptamente y proclamado el
embargo de piezas y materias primas para fábricas y
maquinaria de construcción norteamericana para arruinar
nuestra economía; barcos artillados y aviones de
bombardeo procedentes de bases preparadas por el
Gobierno de Estados Unidos han atacado sorpresivamente
puestos e instalaciones cubanas; tropas mercenarias
organizadas y entrenadas en países de América Central
por el propio Gobierno han invadido en son de guerra
nuestro territorio, escoltados por barcos de la flota
yanqui, y con apoyo aéreo desde bases exteriores,
provocando la pérdida de numerosas vidas y la destrucción
de bienes materiales; contrarrevolucionarios cubanos son
instruidos en el ejército de Estados Unidos y nuevos
planes de agresión se realizan contra Cuba. Todo eso ha
estado ocurriendo durante tres años, incesantemente, a
la vista de todo el continente, y la O.E.A. no se entera.
Los cancilleres se reúnen en Punta del Este y no
amonestan siquiera al Gobierno de Estados Unidos ni a
los gobiernos que son cómplices materiales de esas
agresiones. Expulsan a Cuba, el país latinoamericano víctima,
el país agredido.
Estados Unidos tiene pactos
militares con países de todos los continentes; bloques
militares con cuanto gobierno fascista, militarista y
reaccionario haya en el mundo; la O.T.A.N., la S.E.A.T.O.
y la C.E.N.T.O., a las cuales hay que agregar ahora la
O.E.A., intervienen en Laos, en Viet Nam, en Corea, en
Formosa, en Berlín; envía abiertamente barcos a Santo
Domingo para imponer su ley, su voluntad y anuncia su
propósito de usar sus aliados de la O.T.A.N. para
bloquear el comercio con Cuba; y la O.E.A. no se entera...
Se reúnen los cancilleres y expulsan a Cuba, que no
tiene pactos militares con ningún país. Así, el
Gobierno que organiza la subversión en todo el mundo y
forja alianzas militares en cuatro continentes, hace
expulsar a Cuba, acusándola nada menos que de subversión
y de vinculaciones extracontinentales.
Cuba, el país latinoamericano
que ha convertido en dueños de las tierras a más de
cien mil pequeños agricultores, asegurando empleo todo
el año en granjas y cooperativas a todos los obreros
agrícolas, transformado los cuarteles en escuelas,
concedido sesenta mil becas a estudiantes universitarios,
secundarios y tecnológicos, creado aulas para la
totalidad de la población infantil, liquidado
totalmente el analfabetismo, cuadruplicado los servicios
médicos, nacionalizado las empresas monopolistas,
suprimido el abusivo sistema que convertía la vivienda
en un medio de explotación para el pueblo, eliminado
virtualmente el desempleo, suprimido la discriminación
por motivo de raza o sexo, barrido el juego, el vicio y
la corrupción administrativa, armado al pueblo, hecho
realidad viva el disfrute de los derechos humanos al
librar al hombre y a la mujer de la explotación, la
incultura y la desigualdad social, que se ha liberado de
todo tutelaje extranjero, adquirido plena soberanía y
establecido las bases para el desarrollo de su economía
a fin de no ser más país monoproductor y exportador de
materias primas, es expulsada de la Organización de
Estados Americanos por gobiernos que no han logrado para
sus pueblos ni una sola de estas reivindicaciones. ¿Cómo
podrán justificar su conducta ante los pueblos de América
y del mundo? ¿Cómo podrán negar que en su concepto la
política de tierra, de pan, de trabajo, de salud, de
libertad, de igualdad y de cultura, de desarrollo
acelerado de la economía, de dignidad nacional, de
plena autodeterminación y soberanía es incompatible
con el hemisferio?
Los pueblos piensan muy
distinto, los pueblos piensan que lo único compatible
con el destino de América Latina es la miseria, la
explotación feudal, el analfabetismo, los salarios de
hambre, el desempleo, la política de represión contra
las masas obreras, campesinas y estudiantiles, la
discriminación de la mujer, del negro, del indio, del
mestizo, la opresión de las oligarquías, el saqueo de
sus riquezas por los monopolios yanquis, la asfixia
moral de sus intelectuales y artistas, la ruina de sus
pequeños productores por la competencia extranjera, el
subdesarrollo económico, los pueblos sin caminos, sin
hospitales, sin viviendas, sin escuelas, sin industrias,
el sometimiento al imperialismo, la renuncia a la
soberanía nacional y la traición a la Patria.
¿Cómo podrán hacer entender
su conducta, la actitud condenatoria para con Cuba, los
imperialistas; con qué palabras les van a hablar y con
qué sentimientos, a quienes han ignorado, aunque sí
explotado, por tan largo tiempo?
Quienes estudian los problemas
de América suelen preguntar qué país, quiénes han
enfocado con corrección la situación de los dirigentes,
de los pobres, de los indios, de los negros, de la
infancia desvalida, esa inmensa infancia de treinta
millones en 1950 (que será de cincuenta millones dentro
de ocho años más), sí, ¿quiénes, qué país?
Treinta y dos millones de
indios vertebran –tanto como la misma Cordillera de
los Andes– el continente americano entero. Claro que
para quienes lo han considerado casi como una cosa, más
que como una persona, esa humanidad no cuenta, no
contaba y creían que nunca contaría. Como suponía, no
obstante, una fuerza ciega de trabajo, debía ser
utilizado, como se utiliza una yunta de bueyes o un
tractor.
¿Cómo podrá creerse en ningún
beneficio, en ninguna Alianza para el Progreso, con el
imperialismo, bajo qué juramento, si bajo su santa
protección, sus matanzas, sus persecuciones aún viven
los indígenas del sur del continente, como los de la
Patagonia, en toldos, como vivían sus antepasados a la
venida de los descubridores, casi quinientos años atrás?
¿En dónde los que fueron grandes razas que poblaron el
norte argentino, Paraguay y Bolivia, como los guaraníes,
que han sido diezmados ferozmente, como quien caza
animales y a quienes se les ha enterrado en los
interiores de las selvas? ¿En dónde esa reserva autóctona,
que pudo servir de base a una gran civilización
americana –y cuya extinción se la apresura por
instantes– y a la que se la ha empujado América
adentro a través de los esteros paraguayos y los
altiplanos bolivianos, tristes, rudimentarios, razas
melancólicas, embrutecidas por el alcohol y los narcóticos,
a los que se acogen para por lo menos sobrevivir en las
infrahumanas condiciones (no sólo de alimentación) en
que viven? ¿En dónde una cadena de manos se estira –casi
inútilmente– por sobre los lomos de la cordillera,
sus faldas, a lo largo de los grandes ríos y por entre
las sombras de los bosques para unir sus miserias con
los demás que perecen lentamente, las tribus brasileñas
y las del norte del continente y sus costas, hasta
alcanzar a los cien mil motilones de Venezuela, en el más
increíble atraso y salvajemente confinados en las
selvas amazónicas o las Sierras de Perijá, a los
solitarios vapichanas, que en las tierras calientes de
las Guyanas esperan su final, ya casi perdidos
definitivamente para la suerte de los humanos? Sí, a
todos estos treinta y dos millones de indios que se
extienden desde la frontera con los Estados Unidos hasta
los confines del Hemisferio Sur y cuarenta y cinco
millones de mestizos, que en gran parte poco difieren de
los indios; a todos estos indígenas, a ese formidable
caudal de trabajo, de derechos pisoteados, sí, ¿qué
les puede ofrecer el imperialismo? ¿Cómo podrán creer
estos ignorados en ningún beneficio que venga de tan
sangrientas manos? Tribus enteras que aún viven
desnudas; otras que se las supone antropófagas; otras
que en el primer contacto con la civilización
conquistadora mueren como insectos; otras que se las
destierra, es decir, se las echa de sus tierras, se las
empuja hasta volcarlas en los bosques o en las montañas
o en las profundidades de los llanos en donde no llega
ni el menor átomo de la cultura, de luz, de pan, ni de
nada.
¿En qué «alianza» –como
no sea una para su más rápida muerte– van a creer
estas razas indígenas apaleadas por siglos, muertas a
tiros para ocupar sus tierras, muertas a palos por miles
por no trabajar más rápido en sus servicios de
explotación por el imperialismo?
¿Y al negro? ¿Qué «alianza»
les puede brindar el sistema de los linchamientos y la
preterición brutal del negro de los Estados Unidos a
los quince millones de negros y catorce millones de
mulatos latinoamericanos que saben con horror y cólera
que sus hermanos del norte no pueden montar en los
mismos vehículos que sus compatriotas blancos ni
asistir a las mismas escuelas, ni siquiera morir en los
mismos hospitales?
¿Cómo han de creer en este
imperialismo, en sus beneficios, en sus «alianzas» (que
no sean para lincharlos o explotarlos como esclavos)
estos núcleos étnicos preteridos?
Esas masas, que no han podido
gozar ni medianamente de ningún beneficio cultural,
social o profesional, que aun en donde son mayoría, o
forman millones, son maltratados por los imperialistas
disfrazados de Ku-Klux-Klan; son arrojados a las
barriadas más insalubres, a las casas colectivas menos
confortables, hechas para ellos, empujados a los oficios
más innobles, a los trabajos más duros y a las
profesiones menos lucrativas, que no supongan contacto
con las universidades, las altas academias o escuelas
particulares.
¿Qué Alianza para el Progreso
puede servir de estímulo a esos ciento siete millones
de hombres y mujeres de nuestra América, médula del
trabajo en ciudades y campos, cuya piel oscura –negra,
mestiza, mulata, india– inspira desprecio a los nuevos
colonizadores? ¿Cómo van a confiar en la supuesta «alianza»
los que en Panamá han visto con mal contenida
impotencia que hay un salario para el yanqui y otro
salario para el panameño, que ellos consideran raza
inferior?
¿Qué pueden esperar los
obreros con sus jornales de hambre, los trabajos más
rudos, las condiciones más miserables, la desnutrición,
las enfermedades y todos los males que incuba la
miseria?
¿Qué les pueden decir, qué
palabras, qué beneficios podrán ofrecerles los
imperialistas a los mineros del cobre, del estaño, del
hierro, del carbón, que dejan sus pulmones a beneficio
de dueños lejanos e inclementes; a los padres e hijos
de los maderales, de los cauchales, de los yerbazales,
de las plantaciones fruteras, de los ingenios de café y
de azúcar, de los peones en las pampas y en los llanos
que amasan con su salud y con sus vidas las fortunas de
los explotadores? ¿Qué pueden esperar estas masas
inmensas que producen las riquezas que crean los
valores, que ayudan a parir un nuevo mundo en todas
partes, qué pueden esperar del imperialismo, esa boca
insaciable, esa mano insaciable sin otro horizonte
inmediato que la miseria, el desamparo más absoluto, la
muerte fría y sin historia al fin?
¿Qué puede esperar esta
clase, que ha cambiado el curso de la historia en otras
partes del mundo, que ha revolucionado al mundo, que es
vanguardia de todos los humildes y explotados, qué
puede esperar del imperialismo, su más irreconciliable
enemigo?
¿Qué puede ofrecer el
imperialismo, qué clase de beneficio, qué suerte de
vida mejor y más justa, qué motivo, qué aliciente, qué
interés para superarse, para lograr trascender sus
sencillos y primarios escalones, a maestros, a
profesores, a profesionales, a intelectuales, a los
poetas y a los artistas; a los que cuidan celosamente
las generaciones de niños y jóvenes para que el
imperialismo se cebe luego en ellos; a quienes viven con
sueldos humillantes en la mayoría de los países; a los
que sufren las limitaciones de su expresión política y
social en casi todas partes; que no sobrepasan, en sus
posibilidades económicas, más que la simple línea de
sus precarios recursos y compensaciones, enterrados en
una vida gris y sin horizontes que acaba en una jubilación
que entonces ya no cubre ni la mitad de los gastos? ¿Qué
«beneficios» o «alianzas» podrá ofrecerles el
imperialismo que no sean las que redunden en su total
provecho? Si les crea fuentes de ayuda a sus
profesiones, a sus artes, a sus publicaciones, es
siempre en el bien entendido de que sus producciones
deberán reflejar sus intereses, sus objetivos, sus «nadas».
Las novelas que traten de
reflejar la realidad del mundo, de sus aventuras
rapaces; los poemas que quieran traducir protestas por
su avasallamiento, por su ingerencia en la vida, en la
mente, en las vísceras de sus países y pueblos; las
artes combativas que pretenden apresar en sus
expresiones las formas y contenido de su agresión y
constante presión sobre todo lo que vive y alienta
progresivamente, todo lo que es revolucionario; lo que
enseña; lo que trata de guiar, lleno de luz y de
conciencia, de claridad y de belleza, a los hombres y a
los pueblos a mejores destinos, hacia más altas cumbres
del pensamiento, de la vida y de la justicia, encuentra
la reprobación más encarnizada del imperialismo;
encuentra la valla, la condena, la persecución
maccarthista. Sus prensas se les cierran; su nombre es
borrado de las columnas y se aplica la losa del silencio
más atroz..., que es, entonces –una contradicción más
del imperialismo–, cuando el escritor, el poeta, el
pintor, el escultor, el creador en cualquier material,
el científico, empiezan a vivir de verdad, a vivir en
la lengua del pueblo, en el corazón de millones de
hombres del mundo. El imperialismo todo lo trastrueca,
lo deforma, lo canaliza por sus vertientes para su
provecho, hacia la multiplicación de su dólar;
comprando palabras o cuadros, o mudez, o transformando
en silencio la expresión de los revolucionarios, de los
hombres progresistas, de los que luchan por el pueblo y
sus problemas.
No podíamos olvidar en este
triste cuadro la infancia desvalida, desatendida; la
infancia sin porvenir de América. América, que es un
continente de natalidad elevada, tiene también una
mortalidad elevada. La mortalidad de niños de menos de
un año, en once países, ascendía hace pocos años a
ciento veinticinco por mil, y en otros diecisiete, a
noventa niños. En ciento dos países del mundo, en
cambio, esa tasa alcanza a cincuenta y uno. En América,
pues, se mueren tristemente, desatendidamente, setenta y
cuatro niños en cada mil, en el primer año de su
nacimiento. Hay países latinoamericanos en los que esa
tasa alcanza, en algunos lugares, a trescientos por mil;
miles y miles de niños hasta los siete años mueren en
América de enfermedades increíbles: diarreas, pulmonías,
desnutrición, hambre; miles y miles, de otras
enfermedades, sin atención en los hospitales, sin
medicinas; miles y miles ambulan, heridos de cretinismo
endémico, paludismo, tracoma y otros males producidos
por las contaminaciones, la falta de agua y otras
necesidades. Males de esta naturaleza son una cadena en
los países americanos en donde agonizan millares y
millares de niños, hijos de parias, hijos de pobres y
de pequeños burgueses con vida dura y precarios medios.
Los datos, que serán
redundantes, son de escalofrío. Cualquier publicación
oficial de los organismos internacionales los reúne por
cientos.
En los aspectos educacionales,
indigna pensar el nivel de incultura que padece esta América.
Mientras que Estados Unidos logra un nivel de ocho y
nueve años de escolaridad en la población de quince años
en adelante, América Latina, saqueada y esquilmada por
ellos, tiene menos de un año escolar aprobado como
nivel en esas mismas edades. E indigna más aún cuando
sabemos que de los niños entre cinco y catorce años
solamente están matriculados en algunos países un 20
por 100 y en los de más alto nivel el 60 por 100. Es
decir, que más de la mitad de la infancia de América
Latina no concurre a la escuela. Pero el dolor sigue
creciendo cuando comprobamos que la matrícula de los
tres primeros grados comprende más del 80 por 100 de
los matriculados; y que en el grado sexto, la matrícula
fluctúa apenas entre seis y veintidós alumnos de cada
cien que comenzaron en el primero. Hasta en los países
que creen haber atendido a su infancia, ese porcentaje
de pérdida escolar entre el primero y el sexto grado es
del 73 por 100 como promedio. En Cuba, antes de la
Revolución, era del 74 por 100. En la Colombia de la «democracia
representativa» es del 78 por 100. Y si se fija la
vista en el campo, sólo el 1 por 100 de los niños
llega, en el mejor de los casos, al quinto grado de enseñanza.
Cuando se investiga este
desastre de ausentismo escolar, una causa es la que lo
explica: la economía de miseria. Falta de escuelas,
falta de maestros, falta de recursos familiares, trabajo
infantil. En definitiva, el imperialismo y su obra de
opresión y retraso.
El resumen de esta pesadilla
que ha vivido América, de un extremo a otro, es que en
este continente de casi doscientos millones de seres
humanos, formado en sus dos terceras partes por los
indios, los mestizos y los negros, por los «discriminados»,
en este continente de semicolonias, mueren de hambre, de
enfermedades curables o vejez prematura alrededor de
cuatro personas por minuto, de cinco mil quinientos al día,
de dos millones por año, de diez millones cada cinco años.
Esas muertes podrían ser evitadas fácilmente, pero sin
embargo se producen. Las dos terceras partes de la
población latinoamericana vive poco, y vive bajo la
permanente amenaza de muerte. Holocausto de vidas que en
quince años ha ocasionado dos veces más muertes que la
guerra de 1914, y continúa... Mientras tanto, de América
Latina fluye hacia los Estados Unidos un torrente
continuo de dinero: unos cuatro mil dólares por minuto,
cinco millones por día, dos mil millones por año, diez
mil millones cada cinco años. Por cada mil dólares que
se nos van, nos queda un muerto. Mil dólares por
muerto: ese es el precio de lo que se llama
imperialismo! ¡MIL DÓLARES POR MUERTO, CUATRO VECES
POR MINUTO!
Mas a pesar de esta realidad
americana, ¿para qué se reunieron en Punta del Este?
¿Acaso para llevar una sola gota de alivio a estos
males? ¡No!
Los pueblos saben que en Punta
del Este los cancilleres que expulsaron a Cuba se
reunieron para renunciar a la soberanía nacional; que
allí el Gobierno de Estados Unidos fue a sentar las
bases no sólo para la agresión a Cuba, sino para
intervenir en cualquier país de América contra el
movimiento liberador de los pueblos; que Estados Unidos
prepara a la América Latina un drama sangriento; que
las oligarquías explotadoras, lo mismo que ahora
renuncian al principio de la soberanía, no vacilarán
en solicitar la intervención de las tropas yanquis
contra sus propios pueblos y que con este fin la
delegación norteamericana propuso un comité de
vigilancia contra la subversión en la Junta
Interamericana de Defensa, con facultades ejecutivas, y
la adopción de medidas colectivas. Subversión para los
imperialistas yanquis es la lucha de los pueblos
hambrientos por el pan, la lucha de los campesinos por
la tierra, la lucha de los pueblos contra la explotación
imperialista. Comité de vigilancia en la Junta
Interamericana de Defensa con facultades ejecutivas
significa fuerza de represión continental contra los
pueblos a las órdenes del Pentágono. Medidas
colectivas significan desembarcos de infantes de Marina
yanqui en cualquier país de América.
Frente a la acusación de que
Cuba quiere exportar su revolución, respondemos: Las
revoluciones no se exportan, las hacen los pueblos.
Lo que Cuba puede dar a los
pueblos y ha dado ya es su ejemplo.
Y ¿qué enseña la Revolución
Cubana? Que la revolución es posible, que los pueblos
pueden hacerla, que en el mundo contemporáneo no hay
fuerzas capaces de impedir el movimiento de liberación
de los pueblos.
Nuestro triunfo no habría sido
jamás factible si la revolución misma no hubiese
estado inexorablemente destinada a surgir de las
condiciones existentes en nuestra realidad económico-social,
realidad que existe en grado mayor aún en un buen número
de países de América Latina.
Ocurre inevitablemente que en
las naciones donde es más fuerte el control de los
monopolios yanquis, más despiadada la explotación de
la oligarquía y más insoportable la situación de las
masas obreras y campesinas, el poder político se
muestra más férreo, los estados de sitio se vuelven
habituales, se reprime por la fuerza toda manifestación
de descontento de las masas, y el cauce democrático se
cierra por completo, revelándose con más evidencia que
nunca el carácter de brutal dictadura que asume el
poder de las clases dominantes. Es entonces cuando se
hace inevitable el estallido revolucionario de los
pueblos.
Y si bien es cierto que en los
países subdesarrollados de América la clase obrera es
en general relativamente pequeña, hay una clase social
que por las condiciones subhumanas en que vive
constituye una fuerza potencial que, dirigida por los
obreros y los intelectuales revolucionarios, tiene una
importancia decisiva en la lucha por la liberación
nacional: los campesinos.
En nuestros países se juntan
las circunstancias de una industria subdesarrollada con
un régimen agrario de carácter feudal. Es por eso que
con todo lo duras que son las condiciones de vida de los
obreros urbanos, la población rural vive aún en más
horribles condiciones de opresión y explotación; pero
es también, salvo excepciones, el sector absolutamente
mayoritario en proporciones que a veces sobrepasa el 70
por 100 de las poblaciones latinoamericanas.
Descontando los terratenientes
que muchas veces residen en las ciudades, el resto de
esa gran masa libra su sustento trabajando como peones
en las haciendas por salarios misérrimos, o labran la
tierra en condiciones de explotación que nada tienen
que envidiar a la Edad Media. Estas circunstancias son
las que determinan que en América Latina la población
pobre del campo constituya una tremenda fuerza
revolucionaria potencial.
Los ejércitos, estructurados y
equipados para la guerra convencional, que son la fuerza
en que se sustenta el poder de las clases explotadoras,
cuando tienen que enfrentarse a la lucha irregular de
los campesinos en el escenario natural de éstas,
resultan absolutamente impotentes; pierden diez hombres
por cada combatiente revolucionario que cae, y la
desmoralización cunde rápidamente en ellos al tener
que enfrentarse a un enemigo invisible e invencible que
no le ofrece ocasión de lucir sus tácticas de academia
y sus fanfarrias de guerra, de las que tanto alarde
hacen para reprimir a los obreros y a los estudiantes en
las ciudades.
La lucha inicial de reducidos núcleos
combatientes se nutre incesantemente de nuevas fuerzas,
el movimiento de masas comienza a desatarse, el viejo
orden se resquebraja poco a poco en mil pedazos y es
entonces el momento en que la clase obrera y las masas
urbanas deciden la batalla.
¿Qué es lo que desde el
comienzo mismo de la lucha de esos primeros núcleos los
hace invencibles, independientemente del número, el
poder y los recursos de sus enemigos? El apoyo del
pueblo, y con ese apoyo de las masas contarán en grado
cada vez mayor. Pero el campesinado es una clase que,
por el estado de incultura en que lo mantienen y el
aislamiento en que vive, necesita la dirección
revolucionaria y política de la clase obrera y los
intelectuales revolucionarios, sin la cual no podría
por sí sola lanzarse a la lucha y conquistar la
victoria.
En las actuales condiciones
históricas de América Latina, la burguesía nacional
no puede encabezar la lucha antifeudal y
antiimperialista. La experiencia demuestra que en
nuestras naciones esa clase, aun cuando sus intereses
son contradictorios con los del imperialismo yanqui, ha
sido incapaz de enfrentarse a éste, paralizada por el
miedo a la revolución social y asustada por el clamor
de las masas explotadas.
Situadas ante el dilema
imperialismo o revolución, sólo sus capas más
progresistas estarán con el pueblo.
La actual correlación mundial
de fuerzas y el movimiento universal de liberación de
los pueblos coloniales y dependientes señalan a la
clase obrera y a los intelectuales revolucionarios de América
Latina su verdadero papel, que es el de situarse
resueltamente a la vanguardia de la lucha contra el
imperialismo y el feudalismo.
El imperialismo, utilizando los
grandes monopolios cinematográficos, sus agencias
cablegráficas, sus revistas, libros y periódicos
reaccionarios acude a las mentiras más sutiles para
sembrar divisionismo e inculcar entre la gente más
ignorante el miedo y la superstición a las ideas
revolucionarias que sólo a los intereses de los
poderosos explotadores y a sus seculares privilegios
pueden y deben asustar.
El divisionismo, producto de
toda clase de prejuicios, ideas falsas y mentiras; el
sectarismo, el dogmatismo, la falta de amplitud para
analizar el papel que corresponde a cada capa social, a
sus partidos, organizaciones y dirigentes, dificultan la
unidad de acción imprescindible entre las fuerzas
democráticas y progresistas de nuestros pueblos. Son
vicios de crecimiento, enfermedades de la infancia del
movimiento revolucionario que deben quedar atrás. En la
lucha antiimperialista y antifeudal es posible vertebrar
la inmensa mayoría del pueblo tras metas de liberación
que unan el esfuerzo de la clase obrera, los campesinos,
los trabajadores intelectuales, la pequeña burguesía y
las capas más progresistas de la burguesía nacional.
Estos sectores comprenden la inmensa mayoría de la
población y aglutinan grandes fuerzas sociales capaces
de barrer el dominio imperialista y la reacción feudal.
En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos
por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos
y por el bien de América, desde el viejo militante
marxista hasta el católico sincero que no tenga nada
que ver con los monopolios yanquis y los señores
feudales de la tierra.
Ese movimiento podría
arrastrar consigo a los elementos progresistas de las
fuerzas armadas, humilladas también por las misiones
militares yanquis, la traición a los intereses
nacionales de las oligarquías feudales y la inmolación
de la soberanía nacional a los dictados de Washington.
Allí donde están cerrados los
caminos de los pueblos, donde la represión de los
obreros y campesinos es feroz, donde es más fuerte el
dominio de los monopolios yanquis, lo primero y más
importante es comprender que no es justo ni es correcto
entretener a los pueblos con la vana y acomodaticia
ilusión de arrancar, por vías legales que ni existen
ni existirán, a las clases dominantes, atrincheradas en
todas las posiciones del Estado monopolizadoras de la
instrucción, dueñas de todos los vehículos de
divulgación y poseedoras de infinitos recursos
financieros, un poder que los monopolios y las oligarquías
defenderán a sangre y fuego con la fuerza de sus policías
y de sus ejércitos.
El deber de todo revolucionario
es hacer la revolución.
Se sabe que en América y en el
mundo la revolución vencerá, pero no es de
revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para
ver pasar el cadáver del imperialismo. El papel de Job
no cuadra con el de un revolucionario. Cada año que se
acelere la liberación de América significará millones
de niños que se salven para la vida, millones de
inteligencias que se salven para la cultura, infinitos
caudales de dolor que se ahorrarían los pueblos. Aun
cuando los imperialistas yanquis preparen para América
un drama de sangre, no lograrán aplastar las luchas de
los pueblos, concitarán contra ellos el odio universal
y será también el drama que marque el ocaso de su
voraz y cavernícola sistema.
Ningún pueblo de América
Latina es débil, porque forma parte de una familia de
doscientos millones de hermanos que padecen las mismas
miserias, albergan los mismos sentimientos, tienen el
mismo enemigo, sueñan todos un mismo mejor destino y
cuentan con la solidaridad de todos los hombres y
mujeres honrados del mundo entero.
Con lo grande que fue la
epopeya de la independencia de América Latina, con lo
heroica que fue aquella lucha, a la generación de
latinoamericanos de hoy le ha tocado una epopeya mayor y
más decisiva todavía para la humanidad. Porque aquella
lucha fue para librarse del poder colonial español, de
una España decadente, invadida por los ejércitos de
Napoleón. Hoy le toca la lucha de liberación frente a
la metrópoli imperial más poderosa del mundo, frente a
la fuerza más importante del sistema imperialista
mundial y para prestarle a la humanidad un servicio
todavía más grande del que le prestaron nuestros
antepasados.
Pero esta lucha, más que aquélla,
la harán las masas, la harán los pueblos; los pueblos
van a jugar un papel mucho más importante que entonces;
los hombres, los dirigentes importan e importarán en
esta lucha menos de lo que importaron en aquélla.
Esta epopeya que tenemos
delante la van a escribir las masas hambrientas de
indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados,
la van a escribir las masas progresistas; los
intelectuales honestos y brillantes que tanto abundan en
nuestras sufridas tierras de América Latina; lucha de
masas y de ideas; epopeya que llevarán adelante
nuestros pueblos maltratados y despreciados por el
imperialismo, nuestros pueblos desconocidos hasta hoy,
que ya empiezan a quitarle el sueño. Nos consideraba
rebaño impotente y sumiso; y ya se empieza a asustar de
ese rebaño; rebaño gigante de doscientos millones de
latinoamericanos en los que advierte ya a sus
sepultureros el capital monopolista yanqui.
Con esta humanidad trabajadora,
con estos explotados infrahumanos, paupérrimos,
manejados por los métodos de foete y mayoral no se ha
contado o se ha contado poco. Desde los albores de la
independencia sus destinos han sido los mismos: indios,
gauchos, mestizos, zambos, cuarterones, blancos sin
bienes ni rentas, toda esa masa humana que se formó en
las filas de la «patria» que nunca disfrutó, que cayó
por millones, que fue despedazada, que ganó la
independencia de sus metrópolis para la burguesía, esa
que fue desterrada de los repartos, siguió ocupando el
último escalón de los beneficios sociales, siguió
muriendo de hambre, de enfermedades curables, de
desatención, porque para ella nunca alcanzaron los
bienes salvadores: el simple pan, la cama de un
hospital, la medicina que salva, la mano que ayuda.
Pero la hora de su reivindicación,
la hora que ella misma se ha elegido, la viene señalando,
con precisión, ahora, también de un extremo a otro del
continente. Ahora, esta masa anónima, esta América de
color, sombría, taciturna, que canta en todo el
Continente con una misma tristeza y desengaño, ahora
esta masa es la que empieza a entrar definitivamente en
su propia historia, la empieza a escribir con su sangre,
la empieza a sufrir y a morir. Porque ahora, por los
campos y las montañas de América, por las faldas de
sus sierras, por sus llanuras y sus selvas, entre la
soledad o en el tráfico de las ciudades o en las costas
de los grandes océanos y ríos, se empieza a estremecer
este mundo lleno de razones, con los puños calientes de
deseos de morir por lo suyo, de conquistar sus derechos
casi quinientos años burlados por unos y por otros.
Ahora sí, la historia tendrá que contar con los pobres
de América, con los explotados y vilipendiados de América
Latina, que han decidido empezar a escribir ellos
mismos, para siempre, su historia. Ya se les ve por los
caminos un día y otro, a pie, en marchas sin término
de cientos de kilómetros, para llegar hasta los «olimpos»
gobernantes a recabar sus derechos. Ya se les ve,
armados de piedras, de palos, de machetes, de un lado y
otro, cada día, ocupando las tierras, fincando sus
garfios en la tierra que les pertenece y defendiéndola
con su vida; se les ve, llevando sus cartelones, sus
banderas sus consignas; haciéndolas correr en el viento
por entre las montañas o a lo largo de los llanos. Y
esa ola de estremecido rencor, de justicia reclamada, de
derecho pisoteado que se empieza a levantar por entre
las tierras de Latinoamérica, esa ola ya no parará más.
Esa ola irá creciendo cada día que pase. Porque esa
ola la forman los más mayoritarios en todos los
aspectos, los que acumulan con su trabajo las riquezas,
crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia
y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a
que los sometieron.
Porque esta gran humanidad ha
dicho: «¡Basta!» y ha echado a andar. Y su marcha de
gigantes, ya no se detendrá hasta conquistar la
verdadera independencia, por la que ya han muerto más
de una vez inútilmente. Ahora,
en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba,
los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera,
irrenunciable independencia.
¡Patria o Muerte!
¡VENCEREMOS!
EL PUEBLO DE CUBA
La Habana, 4 de febrero de 1962
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