La Tercera 21 noviembre 2004
Roberto Ampuero: ¿Qué hacían cuando humeaban las chimeneas?
En su obra "El largo viaje", el español Jorge Semprún
relata cómo un prisionero del campo de concentración nazi de Buchenwald ve a diario las
chimeneas del crematorio escupiendo su humo acusador contra la apacible ciudad de Weimar,
cuna de la cultura alemana e imán para Goethe y Schiller. Dos horrores afrontó allí el
personaje: el del exterminio humano y el de saber que los habitantes de Weimar seguían
acariciando a sus hijos, amando a sus mujeres y recitando a los clásicos mientras el
crimen se perpetraba ante sus narices. La represión masiva e institucional siempre
plantea a la postre a las naciones, como hoy el Informe sobre Tortura a la nuestra,
preguntas atroces: ¿Cómo fue todo esto posible? Pero también, ¿qué hacían los demás
cuando humeaban las chimeneas? ¿No las veían por indiferencia, por miedo o por
complicidad?
Cuando llegué a Europa en 1974, noté que el mundo entero, no sólo
Radio Moscú, se retorcía con los horrores cometidos por la dictadura. Nadie olvidaría
nunca, como en el asesinato de John Kennedy o la caída de las Torres Gemelas, dónde
estaba el día del golpe en Chile. Y si alguien desconfió del testimonio de las víctimas
exiliadas, allí estaban los relatos, documentales y fotos de prensa y las pavorosas
descripciones de diplomáticos y sacerdotes. Y en Chile, a quien no conociese víctimas de
la represión le bastaba con salir a la calle para oler el miedo y ver a agentes de
uniforme y civil diseminando el pavor con su sola presencia. Lo único que los defensores
del régimen militar no pueden afirmar hoy es que el informe los sorprende, porque éste
no constituye novedad en materia de violación de derechos humanos, aunque sí en el del
nivel de crueldad sistemática e institucionalizada que revelan. Desde el 11 de septiembre
de 1973 todos pudimos vislumbrar entre las sombras las piedras del mosaico de la
represión, lo que ahora hace el informe es develar el mosaico completo del horror ante
nuestros ojos.
¿El fin de una etapa?
¿Arribamos con esto al punto final de esta etapa de nuestra historia,
como lo esperan muchos? Sería ingenuo creerlo. La historia y la literatura de España,
Portugal y Grecia, o de Bulgaria, Cuba y Rumania, muestran que la memoria no conoce punto
final con respecto al abuso y el crimen. Una cosa son las leyes de punto final que aprueba
un Parlamento, pero otra muy distinta es la memoria colectiva, ajena a acuerdos
partidarios o votaciones. El apuro por cerrar esta traumática etapa nace de dos
percepciones erróneas de la historia. La primera, de concebirla como un libro en el cual
"uno da vuelta la página" y sigue avanzando. Sin embargo, la historia habita el
presente y los países se proyectan al futuro a partir de un hoy enlazado con el ayer, en
una coexistencia de tiempos, visiones y tensiones. La otra percepción errónea es suponer
que existe La Historia, escrita de modo oficial y definitivo.
En rigor, hay muchas versiones de la historia, y ellas obedecen a
intereses opuestos que luchan por la hegemonía. Por eso esta etapa no tiene para cuándo
acabar. El país está condenado a seguir navegando entre sus éxitos y sus demonios, y a
admitir que así como hoy es modelo político-económico internacional, ayer lo fue de la
perversión represiva llevada a la perfección. Si la centroderecha aspira a entrar el
2006 a La Moneda tendrá que asumir su mea culpa, reconocer que colaboró con el régimen
y proyectarse como la centroderecha que el país desea: moderna, innovadora y divorciada
en cuerpo y alma de la herencia política de Pinochet, de lo contrario su lastre le
deparará el rol de oposición perpetua, más aun si los militares siguen apartándose de
la imagen de un régimen que hace agua por todas partes debido a su siniestro récord en
derechos humanos.
"Pasó el sombrero"
En este contexto, celebro la valentía del general Cheyre de reconocer
que la represión bajo Pinochet obedeció a una política institucional destinada a
liquidar a opositores y consolidar el gobierno. Si los soldados hubiesen torturado a las
35.000 personas que aparecen en el informe sin que sus jefes se percatasen de ello,
entonces el alto mando de esa época debiera ser juzgado además por notable abandono de
deberes. Una fuerza armada en la que sus efectivos actúan a su antojo durante un decenio
no merece llamarse fuerza armada. Pero la prueba de que la represión fue política
estatal la aportó Pinochet cuando, ya en democracia, fueron descubiertas tumbas en el
cementerio de Santiago con múltiples cuerpos enterrados durante la dictadura. La
reacción del entonces comandante en jefe ante la prensa fue escalofriante: "¡Qué
economía!, ¿no?". Un general que se refiere así a compatriotas asesinados bajo su
gobierno no puede haber estado ajeno a la represión. Prefiero a un general que busca el
reencuentro nacional aceptando la responsabilidad institucional que a uno que se escuda en
la amnesia para evadirla y tiene que decir que "pasó el sombrero" para explicar
su fortuna.
El resto de las Fuerzas Armadas deberían imitar a Cheyre y los civiles
que colaboraron con el régimen militar pedir perdón a las víctimas por su acción u
omisión. No sólo porque constituye un mínimo acto de reparación moral, sino también
porque esto nunca debe repetirse. La responsabilidad política por el caos en que cayó el
país a comienzos de los setenta corresponde a todos los sectores políticos, pero la
responsabilidad por los crímenes perpetrados bajo la dictadura no es de todos los
chilenos. Por el contrario, durante esa época hubo víctimas y victimarios, torturados y
torturadores, prisioneros y carceleros y también quienes no quisieron ver las chimeneas
de que habla Semprún.
La pregunta más atroz
Admito que las dictaduras no siempre son tan visibles como en las
novelas de Germán Marín o Mauricio Electorat, pero pueden tornarse invisibles para
quienes no quieren verlas. En su obra "La mujer imaginaria", Jorge Edwards habla
de una mujer del barrio alto que descubre a través de un poeta torturado que la dictadura
existía. Es esa capacidad para saltar sobre su propia sombra lo que le permite a la mujer
descubrir el abuso, denunciarlo y combatirlo, lo que la convierte de cómplice implícito
en sujeto ético. La desesperada pregunta del protagonista de Semprún que sobrevive en
Buchenwald la responde esa mujer de Edwards que vive en Santiago, que cree en la
inviolabilidad de los derechos humanos y enfrenta la dictadura porque sabe que de lo
contrario un día la historia le planteará la pregunta más atroz imaginable: ¿Y tú,
dime, qué hacías cuando humeaban las chimeneas? |