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De Rebelión - 5 abril 2005
El gran restaurador
Leonardo Boff (*)
El Pontificado de Juan Pablo II ha sido largo y complejo. Sólo le haremos justicia si lo
consideramos dentro de un amplio marco de temas que desde hace mucho tiempo preocupan a la
Iglesia.
¿Cuál es la característica fundamental de este Papado? La restauración y el retorno a
la gran disciplina. Juan Pablo II no se caracterizó por la reforma, sino por la
contrarreforma. Representó la tentativa de detener un proceso de modernización que
irrumpió en la Iglesia desde los años 60 y que estaba interesando a todo el
cristianismo.De este modo retrasó el ajuste de cuentas que la Iglesia está haciendo en
relación a dos graves problemas que la martirizan desde hace cuatro siglos.
El primero está ligado al surgimiento de otras iglesias como consecuencia de la Reforma
Protestante del siglo XVI, que fracturó la unidad de la Iglesia romano-católica y la
obligó a tolerar otras iglesias que interpretaba como cismáticas y heréticas.
La segunda gran cuestión deriva de la modernidad de las luces, con el surgimiento de la
razón, de la tecnociencia, de las libertades civiles y de la democracia. Esta nueva
cultura colocaba en jaque la revelación de la cual la Iglesia se siente portadora
exclusiva y denunciaba la forma en que la Iglesia se organiza institucionalmente: como una
monarquía absolutista espiritual en contradicción con la democracia y la vigencia de los
derechos humanos.
En relación a las iglesias evangélicas, la estrategia del Vaticano apuntaba a la
reconversión a fin de restaurar la antigua unidad eclesiástica bajo la autoridad del
Papa. Hacia la sociedad moderna la relación era de crítica y condena de su proyecto
emancipatorio y secularizador con miras a recrear la unidad cultural bajo la égida de los
valores morales cristianos.
Las dos estrategias fracasaron. Las otras iglesias crecieron y se afirmaron en todos los
continentes. La sociedad moderna, con sus libertades, su ciencia y su técnica se
convirtió en el paradigma para el mundo entero. La Iglesia católica se vió transformada
en un bastión de conservadurismo religioso y de autoritarismo político.
Fue obra del buen sentido y la osadía de un Papa, Juan XXIII, la convocatoria de un
Concilio Ecuménico para enfrentar valientemente aquellas dos cuestiones no resueltas.
Efectivamente, el Concilio Vaticano II (1962-65) asumió como lema, no más el anatema
sino la comprensión, no más la condena sino el diálogo. Respecto a las otras iglesias
inauguró el diálogo ecuménico, que presupone la aceptación de la existencia de otras
iglesias. Respecto al mundo moderno se planteó una reconciliación con las esferas del
trabajo, la ciencia, la técnica, las libertades y la tolerancia religiosa.
Pero aún faltaba el tercer ajuste de cuentas: con los pobres, que son la gran mayoría de
la humanidad. Fue mérito de la Iglesia latinoamericana el recordar que no existe solo un
mundo moderno desarrollado sino también un submundo subdesarrollado, que suscita una
pregunta incómoda: ¿Cómo anunciar a Dios como Padre en un mundo de miserables? Sólo
tiene sentido anunciar a Dios como Padre si somos capaces de sacar a los pobres de la
miseria, si convertimos esta realidad de mala en buena.
Es precisamente lo que hicieron los sectores más dinámicos en Latinoamérica, animados
por algunos profetas como Helder Camara. La consigna era la opción por los pobres y
contra la pobreza. El viraje alentó a muchos cristianos a ingresar en los movimientos
sociales de liberación y hasta en frentes armados, mientras numerosos obispos y
cardenales asumieron un papel destacado en el combate a las dictaduras militares y en la
defensa de los derechos humanos, entendidos principalmente como derechos de los pobres.
Juan Pablo II fue elegido Papa cuando estaba en curso ese proceso.Su Pontificado se situó
desde el comienzo en la contracorriente de estas tendencias que eran dominantes.
Seguramente fueron deteminantes en su postura su origen polaco y los círculos de la Curia
Romana, marginalizados pero no derrotados por el Concilio Vaticano II.En Roma el nuevo
Papa se encontró con la burocracia vaticana, conservadora por naturaleza, que pensaba lo
mismo que él. Se estableció así un bloque histórico poderoso Papa-Curia con la meta de
imponer la restauración de la identidad y la antigua disciplina.
Las condiciones personales de Juan Pablo II lograron realizar de la mejor manera ese
proyecto, gracias a su figura carismática, a su innegable irradiación, a su habilidad de
dramatización mediática.
Para realizar su designio de restauración se dotó de instrumentos adecuados. Reescribió
el derecho canónico para que encuadrara toda la vida de la Iglesia, hizo publicar el
Catecismo Universal de la Iglesia Católica y con ello oficializó el pensamiento único
dentro de la Iglesia. Quitó poder de decisión al Sínodo de Obispos, sometiéndolo
totalmente al poder papal, así como limitó el poder de las conferencias continentales de
obispos, de las conferencias nacionales episcopales, de las conferencias de religiosos en
los niveles nacional e internacional, marginalizó el poder de participación decisoria de
los legos y negó plena ciudadanía eclesial a las mujeres, relegadas a funciones
secundarias, siempre lejos del altar y del púlpito.
Junto con su principal asesor, el cardenal Joseph Ratzinger, el Papa profesaba una visión
agustiniana de la historia, para la cual lo que realmente cuenta es sólo lo que pasa a
través de la mediación de la Iglesia, portadora de salvación sobrenatural.Según esa
visión, lo que pasa por la mediación de los hombres y de la historia no alcanza la
altura divina y es insuficiente ante Dios.
Esta postura lo indujo a una fundamental incomprensión de la teología latinoamericana de
la liberación. Esta afirma que la liberación debe ser obra de los propios pobres. La
Iglesia es sólo una aliada que refuerza y legitima la lucha de los pobres.Para el
cardenal Ratzinger esta liberación es meramente humana y carente de relevancia
sobrenatural.
Es preciso destacar que el Papa tuvo una visión corta y simplista de este tipo de
teología, que interpretó con la lógica de sus detractores y, hoy lo sabemos, a partir
de las informaciones que la CIA le suministraba, particularmente sobre la influencia de
los teólogos de la liberación en Centroamérica. La interpretó como un caballo de Troya
del marxismo que él estaba obligado a denunciar, en razón de la experiencia adquirida
sobre el comunismo en su Polonia natal. Se convenció de que el peligro en Latinoamérica
era el marxismo, cuando el verdadero peligro siempre ha sido el capitalismo salvaje y
colonialista con sus élites antipopulares y retrógradas.
En Juan Pablo II prevalecía la misión religiosa de la Iglesia y no su misión social. Si
hubiera dicho «vamos a apoyar a los pobres y a comprometer a la Iglesia con las reformas
en nombre del Evangelio y de la tradición profética», otro hubiera sido el destino
político de América Latina. Por el contrario, organizó la restauración conservadora en
todo el continente: desplazó a obispos proféticos y designó a obispos distanciados de
la vida del pueblo, cerró instituciones teológicas y sancionó a sus docentes.
Hubo una gran contradicción entre las actitudes del Papa y sus enseñanzas. Hacia afuera,
se presentaba como un paladín del diálogo, de las libertades, la tolerancia, la paz y el
ecumenismo; pidió perdón en varias ocasiones por los errores y condenas eclesiásticas
en el pasado; se reunió con líderes de otras religiones para rezar, unidos, por la paz
mundial. Pero dentro de la Iglesia acalló el derecho de expresión, prohibió el diálogo
y produjo una teología con fuertes tonos fundamentalistas.
El proyecto político-eclesiástico asumido por el Papa no resolvió los problemas que se
había planteado en relación a la Reforma, la modernidad y la pobreza. Mas bien los
agravó, retrasando un verdadero ajuste de cuentas.
Las limitaciones de su estilo de gobierno de la Iglesia no impidieron que Juan Pablo II
alcanzase la santidad personal en un grado eminente. Así fue, en el marco de una
religión «a la antigua» con gran devoción hacia los santos y especialmente a Nuestra
Señora, a las reliquias y a los lugares de peregrinación. Fue hombre de profunda
oración. A veces al orar se transfiguraba y empalidecía, otras veces gemía y vertía
lágrimas. Una vez lo sorprendieron en su capilla particular extendido en el suelo en
forma de cruz, como en éxtasis, a semejanza de los iluminados españoles del siglo XVI.
¿A quién le corresponde la última palabra? A la historia y a Dios. Nosotros sólo
podremos acceder a la historia, que nos dirá cuál fue su real significado para el
cristianismo y para el mundo en esta fase de cambio de paradigmas y de cambio de milenio.
(*) Leonardo Boff, teólogo de la liberación, en 1985 fue castigado con un año de
«silencio obsequioso» y depuesto de sus funciones editoriales y académicas en el campo
religioso por las autoridades doctrinales del Vaticano.
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