Ascanio
Cavallo: Tres claves sobre el informe Valech
¿Qué cosas agrega el informe sobre la tortura, más allá de la cifra? Que la
violencia fue institucional, que la Corte Suprema cayó en un estado de renuncia moral,
que la prensa se puso al servicio de las verdades oficiales y los epítetos de guerra y
que los civiles que ocuparon cargos en el régimen militar, por decirlo de algún modo,
avivaron la cueca.
De La Tercera: 05-12-2004
Cuando se los pueda leer con perspectiva histórica, los informes Rettig, de la Mesa de
Diálogo y de la Comisión sobre Prisión Política y Tortura formarán un retablo macizo,
y afortunadamente detallado, de lo que ocurrió en Chile en uno de los períodos más
violentos de su historia. Para entonces no habrá quién diga que fueron
"desequilibrados" o "descontextualizados", porque de lo que se trata,
justamente, es de que no hubo equilibrio en esos años, ni la visión necesaria para
advertir que ningún contexto justificaría en el futuro semejante despliegue de
violencia.
De momento, ¿qué cosas agrega el informe sobre la tortura, aparte de la cifra de más
de 27 mil testimonios comprobados? Un esfuerzo de síntesis arrojaría las siguientes
conclusiones de alcance político:
1. La violencia fue institucional
Tal como el Informe Rettig mostró que la mayor cifra de muertos se produjo entre
septiembre y diciembre de 1973, el informe sobre tortura registra un 67.4% de los casos en
el mismo período. Esta es una confirmación -obvia, si se quiere- de que la Junta Militar
aplicó la máxima violencia durante el período de 90 días en que quería asegurar el
control del país y la anulación de toda resistencia.
Lo que no es tan aceptado, pero igualmente ostensible, es que las más de mil personas
muertas y las más de 18 mil torturadas en esos escasos tres meses sufrieron esos destinos
a manos de "agentes del Estado" de muy distinto rango y nivel: desde un modesto
carabinero de pueblo hasta un sofisticado oficial de Estado Mayor, desde un detective raso
hasta un estratega militar en plena campaña de guerra.
El significado de esto es que todas las fuerzas, militares y policiales, estaban bien
adiestradas, o al menos condicionadas, para aplicar vejámenes extremos a sus prisioneros,
y muy mal capacitadas para apreciar su grado real de peligrosidad. Hoy es totalmente
evidente que el régimen militar sobreestimó la capacidad de lucha de quienes consideraba
enemigos, un error que hoy no es aceptable en un profesional de la fuerza.
Pero ese error merece ser llamado institucional, de ningún modo individual. Y las
prácticas que derivan de él también lo son. Más aún: el hecho de que la tortura
continuase en los años siguientes, en forma más selectiva y a manos de organismos
especializados, no elimina el aspecto institucional, porque esos organismos contaron con
la anuencia de sus mandos y con el sistemático rechazo de todas las denuncias públicas
en su contra.
Y entonces, ¿no hay nada que explique todo esto? ¿La polarización política, el
clima de odio, la Guerra Fría? En parte.
Sin embargo, la parte sustantiva debiera buscarse en la nula cultura de respeto a los
derechos humanos en que fueron educadas las Fuerzas Armadas hasta bien entrada la década
del 80. No hay que olvidar que la sola expresión "derechos humanos" arriscaba
las narices de los generales de los 70, volvía sospechoso a quien la pronunciaba y era el
motivo favorito de burla de un almirante al que muchos hallaban gracioso. ¿Acaso no
creían los torturadores que sus víctimas no tendrían jamás la capacidad de
denunciarlos? ¿No pensaban todos los que violaron a mujeres indefensas que ese vejamen
sería menor porque ellas eran de izquierda?
Lo que el reciente informe revela es que el desdén por los derechos de las personas no
era solamente un vacío: era un espacio llenado por la cultura opuesta, la de la violencia
legitimada por el "derecho al poder". No sólo se podía desoír a quien clamara
por sus derechos humanos; también se lo podía castigar por ello.
Dos consecuencias se derivan de este análisis: la violencia excesiva fue una práctica
de todas y cada una de las instituciones armadas y policiales, y su origen está en una
pobre educación sobre los derechos individuales (incluidos los de guerra).
Mientras los mandos actuales persistan en negar que se trató de prácticas
institucionales, no se puede asegurar que darán el segundo paso, que es modificar su
educación. Es lo que entendió primero la Policía de Investigaciones y luego el general
Juan Emilio Cheyre, que a su reconocimiento de la responsabilidad institucional agregó un
acto público para mostrar el compromiso del Ejército con la cultura de los derechos
humanos.
2. La corte y la prensa renunciaron a su ética
La sociedad chilena llegó a septiembre de 1973 con sus estándares éticos muy
deteriorados. Los bandos en pugna pensaban en soluciones que pasaban por la derrota total
del adversario, y no es posible ni justo decir que de haber triunfado la izquierda las
cosas hubiesen sido muy distintas. Pero la historia es lo que fue, no lo que pudo ser.
Entronizados los militares, los poderes civiles tendieron a alinearse con ellos en la
medida en que habían "salvado" al país. Primero entre todos: la Corte Suprema,
y a su zaga, el Poder Judicial completo. En sus actuaciones de respaldo al régimen
naciente la judicatura claudicó de sus principios éticos, pero sobre todo de sus deberes
profesionales. Su rechazo sistemático de las denuncias de abusos -y del principio básico
del hábeas corpus- no sólo amplificó el peligro sobre las personas, sino que la mostró
en un estado de renuncia moral que no tiene antecedentes en la historia de Chile.
Pasado ese estado inicial, ¿hizo algo la corte para detener la violencia? Nunca se
sabrá. En su esfuerzo por mantener la apariencia de tutela sobre los centros de
detención, puede haber contribuido a reducir las cifras de tortura. Pero no hizo nada por
terminarla, y algunos de sus jerarcas dieron aliento objetivo ("los desaparecidos me
tienen curco") a la sensación de impunidad perenne de quienes dirigían la
violencia.
Cuando, corridos los años, algunos miembros del Poder Judicial se dieron cuenta de que
todo esto era anómalo, ya era demasiado tarde: la propia Corte Suprema había sido
cooptada por el régimen y sus ministros procedían de una selección intencionada y
cuidadosa.
¿Y después? Una cosa: ha sido tan penoso ese período de los tribunales como su
insistencia en que no podían hacer nada distinto de lo que hicieron. No hay aprendizaje
en esa línea de defensa.
Algo semejante ocurrió con el "cuarto poder", la prensa. Sus normas
profesionales se habían corrompido en los años previos, y no mejoraron tras el golpe. El
masivo y despiadado castigo ejercido contra la prensa de izquierda dejó indiferente a la
de derecha, que se entregó al servicio de las versiones oficiales y los epítetos de
guerra, con una inercia totalmente contraria a la ética del oficio. Si cada medio de
comunicación hiciera un recuento de lo que dejó de hacer en esos años, el resultado
sería un lúgubre expediente de muertes y sufrimientos que pudieron evitarse.
Igual que la corte, cuando los grandes medios comenzaron a despertar a sus deberes de
objetividad e imparcialidad, en los 80, ya era tarde. La Dina y la CNI se habían
infiltrado en las salas de redacción y el tráfico de favores con Dinacos o con la
policía se había vuelto rutinario. Su profundidad llegó a tal grado, que algunas de
esas prácticas siguen vivas en algunos casos.
De todas las instituciones civiles, las únicas que tuvieron lucidez para actuar desde
el primer momento en contra de la violencia fueron las iglesias. Sin su intervención
arriesgada y convencida, las cifras podrían ser aún peores que las que se conoce. Con
todo, su actuación tampoco fue pareja. Sólo la Iglesia Católica, con el liderazgo del
cardenal Raúl Silva Henríquez y de sus sucesores, tuvo la tenacidad para mantener el
rumbo, aun cuando otras iglesias -y en especial las evangélicas- buscaban en esa misma
acción la oportunidad para congraciarse con el régimen y ganar nuevos feligreses.
3. Los civiles avivaron la cueca
Un poco de orden no es malo para el análisis: ningún chileno mayor de 35 años puede
decir que no sabía gruesamente lo que el informe ha revelado ahora en detalle. Un cierto
fariseísmo planea por sobre todas las declaraciones que manifiestan sorpresa. El informe
será una novedad para los jóvenes, y un shock para los que se internen en el
Capítulo V.
La extensión de la tragedia chilena se refleja en sus abultados números, que
significan que en cada familia, en cada hogar de aquellos años, aun en la forma más
indirecta, habitó el testimonio -a veces desoído o rechazado- de alguna víctima. Esto
es, también, lo que explica que tanta gente vinculada al régimen militar pueda mostrar
que ayudó a algún perseguido o prisionero. Son hechos ciertos, y si aplacan las malas
conciencias, bien por ellos.
Pero en el mundo civil la ética política también quedó pulverizada. Tal como muchas
personas fueron asesinadas con el entusiasta apoyo de civiles (Informe Rettig),
muchísimos torturados deben sus desventuras a la práctica generalizada de la denuncia y
el soplonaje en el período inicial del régimen. El silencio de los partidos
sobrevivientes (incluyendo a la DC, que mantuvo esa política hasta 1976) se convirtió en
una complicidad objetiva con esas conductas.
En lo que siguió después de esos meses de fuego, el aspecto más sombrío de la
participación civil es, igual que en los militares, el total desprecio por los derechos
ajenos. Además de negar orgullosamente la persistencia de la violencia institucional
-como si se tratase de un acto de patriotismo-, hubo muchos, demasiados, prohombres
dispuestos a justificarla, incluso con argumentos de derecho.
Ninguno de ellos contribuyó en nada a moderar la conducta violenta de quienes actuaban
en las sombras del Estado, y muchos avivaron la cueca construyendo la retórica para crear
una "misión". No hay que olvidar que fueron grupos civiles los que en 1978
organizaron una "consulta popular" para rechazar la intromisión de la ONU
¡en los derechos humanos! Después de 1978, prácticamente hubo sólo ministros civiles a
cargo del orden público y, claro, la tortura disminuyó: pero aun así quedan más de
3.600 casos. Como consuelo, es pobre y amargo.
En fin: muchos militares que sirvieron en dictadura sienten hoy que se los incrimina
por hechos de los que no fueron directamente responsables. Y en efecto, hay quienes
prefieren simplificar los hechos y depositar los muertos y los torturados sobre las
espaldas de las Fuerzas Armadas.
Pero estas -ambas- parecen visiones estrechas, si es que no culposas. Lo que el informe
sobre la tortura y los documentos anteriores muestran es que Chile vivió una época
terrible, de la que nadie puede sentirse orgulloso, ni siquiera los "vencedores"
de entonces. Que esa época se caracterizó por una renuncia colectiva a la moral social,
de la que sólo se exceptuó un puñado heroico y solitario de personas. Y que lo que
corresponde ahora es reconstruir por dentro la ética de las instituciones, para que tanto
sufrimiento al menos no haya sido en vano. |