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De El Siglo Digital, N0. 292, 1 octubre 2002Brújula Política
Eduardo Contreras
Justicia de clase
A estas alturas del proceso a Pinochet y para que nadie se llame a engaño, parece
oportuno detenerse a esclarecer algunas cuestiones de carácter general sin cuya debida
consideración pueden producirse confusiones.
Me refiero específicamente a lo que ha sido la opinión de al menos una buena parte de
los abogados y del movimiento de derechos humanos en el sentido de que debe dejarse
trabajar a los jueces, que no debe interferirse su trabajo con presiones indebidas sea que
ellas vengan desde La Moneda, desde el empresariado, desde las Fuerzas Armadas o de la
jerarquía de la Iglesia Católica o de los grandes grupos que controlan los medios de
prensa. Todas estas afirmaciones son sin duda correctas. Como lo es también, por ejemplo,
nuestro reconocimiento específico a la labor desarrollada por el ministro del fuero don
Juan Guzmán Tapia quien, con todo lo que se le pueda reprochar, ingresará a la historia
del país como el único juez que se atrevió a desaforar, procesar y detener a Pinochet
en Chile.
Todo eso es así. Como lo es el hecho que si para lograr verdad y castigo hemos decidido
optar por el camino judicial, de la ley y los tribunales, debemos aceptar las reglas del
juego y por tanto, sin perjuicio de los recursos legales que se pueda usar para impugnar
los fallos que perjudiquen nuestra causa, no tenemos otra alternativa que aceptar las
resoluciones judiciales una vez agotados los trámites. Al fin y al cabo, si hemos
convenido en entrar en este escenario hay que estar a las duras y a las maduras. Eso es
claro.
Sin embargo, todo lo anterior no presupone que perdamos de vista lo esencial: vivimos en
una sociedad dividida en clases cuyos antagonismos irreconciliables se agudizan y, por
consiguiente, nuestras leyes y nuestros tribunales expresan en definitiva la voluntad de
la clase dominante. Eso es precisamente lo que hace más meritorios los avances logrados
en materia de derechos humanos. Pero no nos ciega. No perdemos de vista que se trata de
una justicia de clase. Por tanto, sensible al poder establecido.
¿De qué otro modo interpretar la exquisita gentileza del propio juez Guzmán que
interroga al dictador en su casa y en presencia de su abogado defensor lo que es, además,
absolutamente ilegal? ¿Por qué no se tiene la misma deferencia exagerada con un modesto
ladrón de gallinas al que se procesa y detiene de inmediato? ¿Qué se pretende con dejar
en la diligencia esa innecesaria y casi ridícula constancia de que el general asesino
tose y está congestionado? ¿Qué tiene eso que ver con la ley? Igual se pudo dejar
constancia que tenía flatos o colitis y todo ello no tiene la menor importancia jurídica
ya que lo único que cuenta es el tema de sus facultades mentales.
A propósito de lo cual, ¿qué apuro tenía el juez en la práctica de las pericias
mentales? ¿Por qué no aplicó el fallo del desafuero y la disposición del Código de
Procedimiento Penal que le obligaban primero a procesar y detener a Pinochet? ¿Cuándo ha
sido requisito que previamente haya exámenes mentales? ¿Cómo explicar que nuestros
escritos pidiendo procesamiento y detención se hubieran "extraviado" en la
Corte, haciendo imposible el uso legítimo de nuestros derechos procesales?
Todo lo cual no se contradice con los méritos del juez. Es, simplemente, la dialéctica
de una justicia clasista. Todavía se puede aspirar a procesar al general; trabajamos para
eso, no hemos perdido las esperanzas. Pero cada minuto la lucha es más difícil, cada
minuto parece más obvia la conjura a favor de la impunidad. La clase dominante se niega a
permitir que se le derrote en su terreno, con sus propias herramientas. Por eso se
cohesiona en la defensa del dictador.
Por todo lo cual el pueblo debe redoblar su creatividad y su combatividad. En definitiva,
en el juicio a Pinochet se juega una dura batalla de clases. |
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