Betzie Jaramillo
Hay un hombre que se instala en el paseo Huérfanos entre los
vendedores ambulantes de todo tipo de falsificaciones y con unos
cuantos puñados de migas atrae a las palomas. Cuando tiene unas
cuantas a su alrededor comienza a vocear: “Tres por mil, tres
por mil”. No vende, pero alguna moneda le cae por lo simpático.
Él pertenece a ese 20%, o sea uno de cada cinco, de la población
que vive en la extrema pobreza, o grupo E, como prefieren
llamarlo para que no suene tan fuerte. Si se le suma el casi 40%
que pertenece a la clase baja, grupo D, nos da que la mayoría
de los chilenos viven rozando o definitivamente hundidos en la
pobreza. Feroz contraste con los ocho mil dólares de renta per
cápita.
Esta mayoría sólo se puede advertir por el resto –un 21%
de nivel medio bajo (C3), 15%, medio (C2) y sólo un 6,2% alto
(ABC1) (datos de Corpa Estudios de Mercado)– cuando la
televisión convierte sus vidas en espectáculo y las cámaras
intrusas muestran lo minúsculo de sus casas, el hacinamiento,
los catres al lado de la cocina y de los bidones de parafina.
Porque este sistema segregado hace que la mayoría de las veces
ni siquiera se rocen los distintos mundos chilenos. Pero la crónica
policial de los telediarios los muestra a diario.
La banca, que esta semana ha presentado un récord de
utilidades entre enero y septiembre, con unas ganancias de 1.303
millones de dólares, lo que equivale a casi 700 mil millones de
pesos, anunció al mismo tiempo que pretende repartir tarjetas
en los sectores de bajos ingresos. Pero seguramente no serán
para los D y E, que permanecerán excluidos del sistema
financiero y que ni siquiera pueden firmar un “chirimoyo”.
Son los C3, el 20% la población, que suelen tener tarjetas de
crédito de supermercados y casas comerciales, donde ha puesto
sus ojos la banca. Porque la realidad es que sólo el 20% de la
población tiene una cuenta corriente y tarjetas de crédito
bancarias.
EXPLOSIÓN DE “COLEROS”
Un paseo por Los Morros en San Bernardo es un viaje a esa
mayoría que vive en casas Serviu, donde la principal remodelación
son las rejas y alambres de púas con que se protegen, ¿de
ellos mismos? Un hombre tapa los hoyos de la calle a cambio de
las monedas que le dan los automovilistas, un carro vende
completos a 200 pesos, precio que en Santa Rosa, a la altura de
la comuna de San Joaquín, llega a 350, y en el centro, en el
Dominó, el más barato vale mil pesos. La pizarra de un
minimarket de Los Morros informa de precios por cuartos de kilo
y anuncia oferta de cogotes de pavo. Es día de feria, que en su
mayoría son “coleros” que venden cualquier cosa vieja en el
suelo de la vereda. Pero no alcanza las dimensiones de la feria
de Peñalolén, donde tras los feriantes oficiales, los
vendedores informales extienden sus trapos hasta el infinito por
el laberinto de las calles interiores. Y es que ser “colero”
es una solución de urgencia para obtener algunas “lucas”
para una mayoría que vive a salto de mata, trabajando a veces sí,
a veces no. Porque la mayoría de los trabajadores chilenos, un
80%, son contratados por las Pymes, que sobreviven empleándolos
por cortos períodos de tiempo.
Un estudio del Centro de Investigación Laboral y Previsional
de la Universidad de Chile afirma que el 47% de los cotizantes
tiene contratos temporales. Y un tercio del total no dura ni un
año en su puesto, lo que lo excluye de cualquier derecho a
indemnización o a seguro de desempleo. Éstos son privilegios
que se lleva el 20% más rico, los que pertenecen al quinto
quintil y que consiguen el 66% de las indemnizaciones por años
de servicio. Estamos hablando de los que llegan a firmar un
contrato, porque la informalidad y los “pololos” de los
“medios pollos” son lo que para la olla en las familias.
Quizás por eso, en los estudios previos para elaborar la nueva
ficha CAS, una de las propuestas, o críticas, es que “no
queda claro qué se entiende por trabajo”. A ellos no les
llega, hasta ahora, el beneficio de los altos precios del cobre,
como no sea para robarlo. De 1.700 pesos el kilo el año pasado
a los 2.700 que hoy ofrecen pagar los talleres en Los Morros, y
que ha provocado una ola de robo de cables de cobre telefónicos
y eléctricos y que ya tiene un saldo mortal de 26
electrocutados.
SER POBRE ES MÁS CARO
El sistema es tan perverso que precisamente la vida para los
pobres es más cara. Unos cuantos ejemplos. Para empezar el
sistema impositivo, basado en el IVA, que es de chincol a jote
del 19% y representa el 40% de todo lo que recauda el Estado y
que se paga con cada marraqueta, con cada litro de leche, con
cada kilo de papas, sea rico o pobre el que lo compre. Lo mismo
pasa con la energía, donde para los más ricos el gasto en
electricidad representa menos del 1% de sus ingresos, a pesar de
tener un consumo muy superior. En el caso de los pobres es del
10% en Santiago y hasta el 20% en la Región de Los Lagos, según
dijo a “El Ciudadano” el director del Programa de Estudios
en Energía de la Universidad Austral, Miguel Márquez. O como
la familia Véjar Urzúa, protagonista del artículo de Antonio
Valencia de La Nación en el Día Mundial por la Erradicación
de la Pobreza (18 de octubre), que en luz, agua y gas se les van
unos 38 mil pesos, y los ingresos familiares son de 120 mil. El
gas es lo que más caro les sale, unos 20 mil, porque sobreviven
con una microempresa de pasteles. En educación, lo mismo. Los
pobres, a pesar de ir a colegios públicos, deben dedicar un 15%
de sus ingresos en uniformes, transporte y útiles. Para los más
ricos, esto baja al 11%, porcentaje en el que se incluyen las
mensualidades de hasta 200 mil de los exclusivos colegios a los
que envían a sus hijos.
Los Véjar Urzúa puede ser un ejemplo de familia que
pertenece a ese 60% (E y D). Los padres tiene 48 y 50 años y
tres hijos que van de los 28 años a los 20, y cuatro nietos, a
los que se añade Brian, un huérfano de 12 años al que han
acogido. En total, 10 seres humanos que se amontonan en una casa
de poco más de 30 metros cuadrados en San Ramón. Víctor, el
padre, está enfermo, por lo que ya no es el proveedor. Esta
responsabilidad recae sobre Brígida, que hace funcionar su
amasandería con la ayuda de sus tres hijos cesantes, de los que
dos son mujeres y madres solteras. Es lo que diferencia a Brígida
de sus hijas. Ella se casó con Víctor, pero sus hijas no
pasaron por el Registro Civil con los padres de sus hijos. Por
eso sus nietos son parte de ese enorme porcentaje de niños (más
del 50%) que nace fuera del matrimonio, y su destino depende
exclusivamente de sus madres y abuelas. “Porque no se trata sólo
de pobreza material, sino de pobreza humana, ciudadana, que no
les permite proyectarse ni siquiera para formar un hogar propio”,
dice el Premio Nacional de Historia Gabriel Salazar. De ahí
tanto “guacho” y hombres pobres que no se sienten capaces de
asumir responsabilidades más allá de su propia subsistencia.
Por eso, cuando Mideplan sometió a discusión la nueva ficha
CAS también se comentó que “falta claridad en el concepto de
familia”, o sea que no sabemos si los Véjar Urzúa son una
familia o tres, si se tiene en cuenta que las dos madres
solteras que viven con ellos son también familias aparte.
MUJERES EXPLOTADAS, HOMBRES MARGINADOS
Gabriel Salazar destaca también la feminización de la
pobreza. “Ellas son ahora las explotadas, con la mayor
precariedad, son temporeras, sirvientas, trabajadoras de los
packaging en frigoríficos. Los hombres, que han perdido el
privilegio de ser el rey de la casa, el proveedor, para pasar a
engrosar la marginalidad”. Y a la pérdida del rol se añade
lo que lleva consigo la marginalidad: separaciones, infidelidad,
alcohol y drogas, que los lleva a perder incluso su identidad
sexual, ya que por unos pesos para droga se prostituyen con
otros hombres. “Es la crisis de la masculinidad en los
sectores populares, donde los niños no encuentran modelos a los
que imitar o querer. Este empeoramiento de la condición del
hombre está detrás de la gran violencia que ejercen sobre las
mujeres”.
Pero Gabriel Salazar se resiste a pensar que los pobres estén
condenados por siempre y destaca que son precisamente ellos los
que han construido este país. “Son los rotos los que han
ganado las guerras, los que han creado la cultura chilena,
incluido el 18, la cueca, las ramadas, aunque ahora sean una
parodia de lo que ellos inventaron”. Y siguen creando cultura,
aunque esté al margen de la industria, sobre todo con la música.
“Básicamente son los jóvenes de los barrios, con su fusión
de rock, hip-hop, pero con una lírica propia con profundas raíces
sociales. Sus tocatas, sus recitales, son eventos con un impacto
cultural y político”. Los tiempos están cambiando, y los jóvenes
tienen ahora como referentes a los mapuches o los atacameños.
“Nosotros andábamos detrás de los obreros, pero ahora son
los indígenas los modelos para los jóvenes. Y hoy se escuchan
más trutrucas que antes”. El propio pueblo mapuche, el grupo
más pobre entre los pobres, está cambiando. “Por primera vez
se habla de intelectuales mapuches, que han viajado y estudiado
y que forman parte de las estructuras de poder. Los lonkos y los
machis ahora están detrás de los werkenes, los líderes, que
son casi todos jóvenes. Es un cambio sin rupturas. Muy
interesante”.
Y cree que la rebelión de los pingüinos forma parte de
nuevos movimientos que vienen de abajo. “Son la punta del
iceberg”, dice Gabriel Salazar. Si bien ahora no tienen
derecho al voto, porque aún son muy jóvenes, ellos serán
mayores de edad en las próximas elecciones. Y como se les
ocurra inscribirse en los registros electorales –cosa que
hasta ahora no han hecho los dos millones de jóvenes, sobre
todo de bajos ingresos, que se abstienen de participar con su
voto–, los políticos tendrán que tenerlos en cuenta. Votos
son votos. Y así se cocina la receta de “Chile a lo pobre”,
donde con un poco de carne (humana), cebolla para los
sentimientos y huevos para echarle valor a la vida, el país se
va construyendo con los de siempre: los pobres.