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Año III. La Habana. 17 de mayo de 2003

ROSA, VLADIMIR, LAS IZQUIERDAS Y LAS DERECHAS

En el sustento ideológico de la campaña anticubana tiene lugar la coincidencia entre individuos que formaron tradicionalmente en las izquierdas y aquellos que, desde el respaldo inequívoco al orden capitalista, nos ofrecen la limitación de la soberanía como una solución. Unos y otros protagonizan una elemental consecuencia de la supremacía imperial y su dominación mediática: oponer a la Revolución la supuesta condición libertaria de las esencias del capitalismo.

Fernando Rojas | La Habana

En 1905 Vladimir Lenin y Rosa Luxemburgo compartieron el escenario de la primera revolución rusa. Ella, como fundadora de la socialdemocracia polaca, él como una suerte de sectario que había hecho todo lo posible por dividir a la socialdemocracia rusa. La pugna con Martov, a quien Lenin apreciaba como a pocos, tenía su origen en la negativa del primero a considerar al Partido como una organización de revolucionarios profesionales y obreros férreamente organizados para enfrentar a la autocracia zarista y su inconmensurable aparato represivo. Ya desde entonces, los polacos, y Rosa entre ellos, se sentían más cerca del menchevismo, si bien no se sentían cerca de León Trotsky. Este último fue en la primera revolución rusa el Presidente del soviet de Petrogrado y uno de los primeros en considerar ese tipo de organización de masas como un embrión del futuro poder revolucionario. Con matices distintos Lenin y Rosa prefirieron por entonces apegarse a fórmulas de organización del poder más tradicionales, más a tono con las habituales en la democracia burguesa. La derrota de aquella revolución lanzó a Vladimir y a Rosa a la emigración.

Coincidieron en Suiza, cuando Lenin era ya el jefe indiscutible de la fracción mejor organizada y combativa de la socialdemocracia rusa –el bolchevismo–, y Rosa militaba activamente en el ala izquierda de la socialdemocracia alemana. Su militancia alternativa es símbolo de su apego irrestricto a la visión internacionalista de la lucha por el socialismo y corolario orgánico de su menosprecio a la autodeterminación de los pueblos pequeños, que serían arrastrados por el torbellino liberador de la revolución socialista en las grandes naciones. Fue esta la primera gran contradicción de Vladimir y Rosa, dirimida sin el más mínimo asomo de aquella "lucha de fieras", como calificara Nadiezhda Krúpskaya las polémicas entre las dos corrientes del socialismo ruso –y entre Lenin y Trotsky en particular- antes de la Primera Guerra Mundial. Las aprensiones de Lenin sobre la posibilidad de una revolución mundial, que tendría lugar más o menos al unísono en los países capitalistas más desarrollados, y el democratismo consustancial a su prédica liberadora lo convencieron muy tempranamente de la extraordinaria importancia de la autodeterminación nacional.

La lucha contra la guerra, el internacionalismo, la vocación revolucionaria y la convicción de que la revolución socialista tendría que barrer con la maquinaria estatal burguesa unieron definitivamente a Rosa y Vladimir. Los líderes socialdemócratas europeos, coincidentemente, apoyaron la guerra imperialista de 1914 y respaldaron a los gobiernos burgueses. La socialdemocracia comenzó a perfilarse como un eficaz colaborador de los que hacían la guerra. Era imposible conciliar esa conducta con una vocación de justicia y libertad. Se unificaron en una sola concepción las ideas de la paz, del derrocamiento de la burguesía, de la revolución internacional y de la diferenciación entre los conciliadores y los revolucionarios. En las aldeas suizas de Zimmerwald y Kiental, en 1915 y 1916 se encontraron aquellos socialistas que luchaban contra la guerra, impugnaban la colaboración con la burguesía, definían al imperialismo por su nombre y convocaban a los obreros europeos a volver las armas contra sus gobiernos guerreristas. Allí estaban Vladimir y Rosa. Confirmando sus aprensiones respecto a la manera en que iba a producirse la revolución mundial, la situación revolucionaria –la crisis nacional que la desbordaba y la exigía- se formó primero en Rusia. Al unísono con la preparación del golpe revolucionario, Lenin, siendo absolutamente consecuente con las consideraciones a que habían arribado los izquierdistas zimmerwaldianos, llegó a la conclusión de que la maquinaria estatal burguesa, que servía a los propósitos del imperialismo y la guerra, debía ser destruida, y fue encontrándose con Trotsky en la idea de considerar al soviet como el embrión de un nuevo tipo de organización estatal. Rosa coincidió con la primera parte de la ecuación, y como en 1905, no prestó atención a la segunda.

Lenin siguió defendiendo frente a Rosa el derecho a la autodeterminación de cualquier pueblo, comprendiendo primero que todos los antiimperialistas marxistas que la dominación territorial de nuevo cuño y su consecuencia agresora necesitaba de un movimiento libertario que uniera a la clase obrera de los países industrializados con las ansias de liberación nacional de los pueblos dominados. Tan clarividente fue su posición, que llegó a comprender en su lecho de muerte el desplazamiento del movimiento de liberación nacional hacia la vanguardia de la lucha contra cualquier tipo de dominación.

La revolución bolchevique estalló en medio de la guerra imperialista. Apenas el frente oriental se aquietó un poco gracias a la prédica pacifista de los comunistas rusos, se inauguró un cerco en torno a la Rusia Soviética, en el que participaron los ejércitos de diecinueve estados y que se prolongó, con altas y bajas, hasta 1922. Las inimaginables condiciones en que tuvo que resistir la joven república soviética fueron aquilatadas por Rosa en todos sus textos. En uno de sus últimos trabajos (¿Qué es el bolchevismo?) establecía la similitud entre el término que lo titula y el mejor futuro posible para la humanidad.

Fue mucho lo que hicieron los bolcheviques en medio del acoso internacional más terrible. Hicieron mucho por el funcionamiento democrático de sus instituciones. No se trata únicamente de que estas representaban, indiscutiblemente, a la mayoría. Una rápida lectura a la prensa de la época bastaría para comprender que en ella se libraba el más fecundo y amplio debate que alguna revolución haya conocido. Otra lectura, esta vez de los documentos del soviet y del partido a todos los niveles, nos demostraría lo mismo. La limitación del derecho al sufragio de los representantes de los sectores derrocados por la revolución, apoyada por Rosa, y que fuera rápidamente matizada por la legislación soviética, apenas tenía que ver con un minúsculo porcentaje de la población, odiado por su gran masa, y al que con mucho cuidado intentó incorporársele a la construcción de una nueva sociedad, siempre y cuando no estuviera vinculado a crímenes de guerra. En cuanto a este último extremo, la posición de los bolcheviques fue siempre la más transparente, la más clemente y la más apegada no ya a la legislación elaborada por ellos, sino a la comúnmente establecida en la época.

Las premonitorias críticas que Rosa hiciera a los defectos en ciernes de la democracia soviética, partían todas de la base de la aceptación de la dictadura de una clase –en nuestros tiempos, podría decirse la dictadura de la mayoría[1]- y se deben a su explícita preocupación por la realización del socialismo en condiciones del acoso extranjero y a su incomprensión del papel que el soviet podía jugar como nuevo tipo de organización estatal. No hay en sus críticas una sola palabra sobre el supuesto libre juego de los partidos, y sin embargo, los bolcheviques "sostuvieron" el pluripartidismo hasta que los otros partidos se aliaron con la reacción internacional. Frente a Kautsky, Rosa insistió esencialmente en el mismo alegato de Lenin: la dictadura de una clase mayoritaria [2] puede ser más democrática que la democracia de unos pocos. Las críticas de Rosa están inscritas en el contexto de la aceptación de la dictadura del proletariado.

Lo que la leyenda anticomunista enfatiza es el estalinismo, su secuela de liquidación de la democracia soviética y partidista, su sustitución de la discusión teórica, ideológica y política por el dogma, su pretensión de elevar a una jefatura casi monárquica a un líder impostado y una burocracia acólita, su cautela en la práctica revolucionaria internacional como reverso de una desfachatada política imperialista. El estalinismo diluyó en el dogma y el crimen la extraordinaria complicación que significaba "crear" una nueva institucionalidad sustancialmente más democrática. Esta creación atormentó a Rosa antes que a todos, atormentó a Lenin en su lecho de muerte, atormentó a León Trotsky y a Antonio Gramsci, atormentó al Che Guevara, sigue atormentando a los marxistas consecuentes, y nos atormenta a los comunistas cubanos, a los discípulos de Julio Antonio Mella, Antonio Guiteras y Fidel Castro, entre otros.

La jugada magistral de la maquinaria propagandística burguesa –sirva directamente a los intereses del imperio o no, u opere según el extrañamente ileso canon socialdemócrata- consiste en adjudicarnos a los revolucionarios cubanos el membrete estalinista. Esta acepción es más eficaz que el designio imperial sobre Cuba o que el extraño tratamiento de principal rival que el gobierno norteamericano dispensa a mi pequeño y acosado país.

Amén de los archisabidos y poco divulgados argumentos sobre distinciones de procesos políticos, historia nacional, idiosincrasias, prácticas estatales y de la orientación social, me complace subrayar que los muertos de Stalin, rusos y no rusos, son más nuestros que de cualquiera de nuestros críticos. Esos muertos, la mayoría de ellos comunistas y libertarios consecuentes, seguían a Vladimir y a Rosa contra Stalin.

No es lo mismo preocuparnos por el mejor y más eficaz funcionamiento democrático de nuestras instituciones – la preocupación que compartían Vladimir y Rosa- que pactar con aquellos contra quienes Rosa y Vladimir dirigieron su más profunda crítica, aún con sus diferencias. No pueden ser de izquierda quienes han aceptado sin reservas los dogmas que Vladimir y Rosa aborrecieron en común: la dominación nacional, la omnipotencia del mercado y la acepción burguesa de la democracia. Acaso utilizan su pasado militante para tener currículum de jueces. O para decirnos que la izquierda ha comprendido que hay que insertarse en el sistema: en el mercado, en el desprecio al infeliz sudaca, en las elecciones y el juego de partidos supuestamente libres. Posiblemente, no tienen otra opción para vivir dignamente, si la dignidad se asocia únicamente a un bienestar más o menos compartido que atribuye la miseria del otro a su incapacidad, sobre todo porque el otro –los otros- está lejos allende los mares y las fronteras, allende el perímetro de la gran urbe o su centro.

Y entre los unos y los otros, ¿se libra?, "el gran debate aplazado por la izquierda". Me pregunto si hay que librarlo, con toda su estela de confusión, dogmatismo y teorización infecunda, ahora que el imperialismo parece contraatacar definitivamente. Sucede que el imperialismo fascistoide que contraataca hizo la proeza de volver invisible a muchos la evidencia de la dominación, la miseria material y moral de tantos. Esa invisibilidad y sus peores secuelas permiten a ciertas "izquierdas renovadas" disfrutar tranquilamente de las bondades de la libertad burguesa, imprescindibles a la dominación. No saben nada de los miles de millones que ignoran absolutamente estos debates, mueren de hambre y por enfermedad y son, precisamente, la carne de cañón del siglo XXI.

Y al parecer la nación cubana cabe en la carne de cañón. Me pregunto si ese destino no remeda la prédica privada de los personeros de la administración McKinley y los interventores yanquis en Cuba a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, tan contradictoria con las declaraciones públicas del gobierno norteamericano de entonces. Antes de que Lenin y Rosa dieran a conocer sus polémicas y mucho antes de que se ignoraran sus sustanciales coincidencias, ya se ensayaban contra nosotros las prácticas gemelas de la opresión y la desinformación. De ellas surgió el gran trauma nacional del atentado a la soberanía de la nación cubana, precisamente por su condición excepcional agresiva y enmascarada a la vez, y por la premonición que significaba de lo que el imperio ha labrado en poco más de 100 años de historia. No se trata de lo que pudiera haber significado entonces Cuba: de ello da fe la incapacidad de sus libertadores en los primeros años del siglo XX para penetrar y enfrentar el trauma. Se trata del significado de este cuando tantos otros pueblos han sufrido y parecen destinados a padecer la misma fórmula de opresión, a la vez evidente e ignorada.

En Cuba el trauma ha sido vencido. El tratamiento de rival que cada vez más parece dispensarnos el imperio, es la mejor prueba. ¿No sería esta la mejor noticia para una derecha nacional consecuente con los que clamaron por una solución moderna de la desilusión independentista? ¿No debería partir de ese hecho una derecha nacionalista consecuente, y enfrentar desde esa condición el designio imperial? Sucede, sin embargo, que en la misma medida en que la izquierda arrepentida nos ve como a la burocracia estalinista y sus borregos, la supuesta derecha patriótica prefiere una vez más aliarse al enemigo y agitar los dogmas anticomunistas, sin el menor esfuerzo ni el menor interés en su intelección. En el sustento ideológico de la campaña anticubana, que no se conforma por mandato expreso, sino por aproximaciones sucesivas y muchas veces inevitables[3] que los medios al servicio del imperio amplifican con pérfida fruición, tiene lugar la coincidencia entre individuos que formaron tradicionalmente en las izquierdas y aquellos que, desde el respaldo inequívoco al orden capitalista, nos ofrecen la limitación de la soberanía como una solución.

Unos y otros protagonizan una elemental consecuencia de la supremacía imperial y su dominación mediática: oponer a la Revolución la supuesta condición libertaria de las esencias del capitalismo.

Ni una es izquierda socialista, ni la otra es derecha nacional. No pueden serlo. Ambas están uncidas a la esencia de la única división social hoy existente: entre poderosos y desposeídos, entre ricos y pobres, entre ciudadanos del primer mundo y no-ciudadanos del tercero. Ninguna de las dos ha penetrado la dialéctica sustancial de la liberación, absolutamente evidente en los tiempos que corren: la de barrer cualquier dominación, clasista o nacional, la de suplir los esquemas teóricos céntricos por el enfrentamiento consecuente, plural y diverso a toda forma de opresión. No la han penetrado, parece que no pueden penetrarla, aún cuando suenan los cañonazos. NOTAS:


[1] No se me escapa que en modo alguno puede hablarse hoy de clase obrera o trabajadora en el sentido en que Vladimir y Rosa lo hacían. En realidad, los dominados constituyen hoy una mayoría compacta y diversa que trasciende los límites de la conocida definición leninista de clase, por demás profusamente divulgada solo gracias a los escribanos estalinistas.
[2] A diferencia de Rosa, Lenin y después de él, sobre todo Bujarin insistieron en que se trataba de una dictadura con alianzas, que en su conjunto, abarcaba a la inmensa mayoría de la población.
[3] Existen paralelamente los presupuestos teóricos que afirman algún tipo de dependencia como inevitable, aún cuando arranquen de reales o supuestas motivaciones emancipadoras, y el interés de los centros de poder en servirse de tales presupuestos. Tal interés no se verifica solo por la vía de la contratación de servicios, sino sencillamente introduciendo cualquier argumento útil a la dominación en la gigantesca maquinaria mediática al servicio del imperio. No se necesita otra lógica que la implacable del mercado mediático para entender que nadie que brinde argumentos a un interés de los centros de poder es libre de emitirlos sin que sean utilizados y manipulados.  

  © La Jiribilla. La Habana. 2003.
 
 
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(Dr. Róbinson Rojas, 1ro. de mayo, 2003)
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