"Celebré con
mi familia el golpe de Estado militar. Pero cuando supimos que el presidente Allende
había muerto, tras el bombardeo del Palacio de La Moneda, la alegría tocó a su
fin" |
"Los
desaparecidos eran víctimas de lo que, entonces, procedí a llamar un 'secuestro
permanente' aún vigente. Por tanto, no estaba cubierto por la ley de Amnistía" |
"Las presiones
fueron casi siempre intensas. Primero recibí 'recomendaciones' en torno al general Sergio
Arellano, a quien yo estaba por procesar en el caso 'caravana de la muerte" |
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El magistrado de la Corte de Apelaciones de Santiago, Juan Guzmán, el juez que
procesó en Chile al ex dictador Augusto Pinochet e investigó los grandes crímenes de la
dictadura, elaboró durante tres años sus memorias. Ahora, a sus 65 años, tras
jubilarse, ha publicado En el borde del mundo. Memorias del juez que procesó a
Pinochet. He aquí extractos del largo diálogo que el juez Guzmán mantuvo con EL
PAÍS.
Pregunta. ¿Recuerda qué hacía usted el 11 de septiembre de 1973?
Respuesta. Sí, claro. Acababa de regresar a Chile desde Francia, con mi mujer y
mi hija, el día anterior, el 10 de septiembre. Intenté allí, sin éxito, conseguir
trabajo. La mañana del 11, en la casa de mis padres, en Viña del Mar, mi madre nos
despertó eufórica. El Gobierno de Salvador Allende había sido derrocado. Celebré con
mi familia el golpe de Estado militar. Antes de desayunar, recuerdo, bebimos champaña.
Cuando supimos que el presidente Allende había muerto, tras el bombardeo del Palacio de
la Moneda, la alegría tocó a su fin. Allende era amigo de mi padre, el poeta Juan
Guzmán Cruchaga, desde los años cuarenta. Un tío mío, hermano de mi madre, estudió la
carrera de medicina junto con Allende. No estábamos de acuerdo con su política, pero era
una persona encantadora. Lo queríamos como ser humano y apreciábamos su carácter
consecuente. Después del golpe del 11 de septiembre pensé durante cierto tiempo que
retornaría la normalidad. Sé que cometí un error. Yo era un abogado de principios
democráticos. Fue inconsecuente de mi parte haber apoyado el golpe del 11 de septiembre.
Créame que me arrepiento profundamente...
P. En julio de 1996 se presentan en España una denuncia y una querella contra
Pinochet. En enero de 1998 le nombran a usted en Chile para resolver sobre la primera
querella contra Pinochet. ¿El ex dictador y sus abogados creyeron que con su nombramiento
podían dormir tranquilos?
R. La gente de derecha -los "duros" en el Ejército y en la Corte
Suprema- parecía estar muy tranquila y confiada en que si estos temas estaban en mis
manos, no iba a pasar nada. Estudié los hechos. La dirigente comunista Gladys Marín, que
presentó la querella, acusaba a Pinochet, y sólo a él, del secuestro y asesinato de la
cúpula del partido comunista en 1976, en la que estaba su marido, Jorge Muñoz, en un
domicilio de la calle de Conferencia de Santiago. Cuando admití, el 20 de enero de 1998,
la querella de la dirigente comunista Gladys Marín por la desaparición de su esposo,
hubo un pequeño terremoto.
P. ¿Cómo razonó para admitir la querella?
R. Al estudiar los hechos tuve que hacer una interpretación jurídica creativa.
El decreto-ley que Pinochet había promulgado en 1978 amnistiaba los crímenes cometidos
entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. Los verdugos de las personas
torturadas y ejecutadas en ese periodo quedaban impunes. Problema: ¿cómo calificar
hechos en los que los cuerpos de las víctimas seguían sin aparecer? Habían sido
secuestradas, sí, pero no se había vuelto a saber de ellas.
P. Pinochet había usado este método como una forma creativa en América Latina
basado en la Alemania nazi. Esto es, borrar la existencia misma de los crímenes...
R. Sí, claro. En Chile, la figura era secuestro. Pero el delito seguía
produciendo efectos después de 25 años. Porque era imposible probar que esas personas
estaban muertas. Los desaparecidos eran víctimas de lo que, entonces, procedí a llamar
un "secuestro permanente" aún vigente. Por tanto, no estaba cubierto por la ley
de Amnistía.
P. El método de eliminación limpio, seguro y definitivo, se volvió, según
esta interpretación, en contra de Pinochet y sus colaboradores como un bumerán.
R. Así fue. ¡Hay que aplicar el derecho creativamente!
P. Ese año de 1998, 25 años después del 11 de septiembre de 1973, ¿recuerda
usted el 16 de octubre?
R. ¡Cómo se le ocurre que puedo recordar tanto, ja, ja, ja! Sí, claro. Estaba
yo en Copiapó, en el norte de Chile. Buscaba restos de personas detenidas-desaparecidas
en el cementerio municipal. Avanzada la tarde, con mucho cansancio y con polvo hasta las
cejas, regresé al Cuartel de Investigaciones, donde me alojaba. Subimos al comedor con
mis colaboradores para tomar algo. Y allí estaba la televisión anunciando la bomba:
¡Pinochet había sido detenido!
P. ¿Se le escapaba, pues, el gran acusado de las manos?
R. En aquel momento me sentí aliviado. Pensé que me había quitado de encima
una enorme tarea y que se llegaría a la justicia por la vía de la jurisdicción
universal en España, a iniciativa del juez Baltasar Garzón. Es lo que se tenía que
hacer. Aquí o en España.
P. Cuando Pinochet estaba todavía en Londres, usted anticipó que si regresaba
le sometería a exámenes mentales. ¿Sospechaba que su demencia senil podía ser un
montaje?
R. Recuerdo que todas las presiones que recibía en Santiago iban, en 1999,
hacia una dirección. Yo debía olvidarme del texto de la ley. La ley es muy precisa
cuando ordena que a las personas mayores de 70 años se les debe practicar exámenes
mentales para conocer su estado. El consejo, por así decir, que me daban Jorge
Rodríguez, a cargo del Instituto Médico Legal, o el ex ministro del Interior del
Gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle Carlos Figueroa Serrano era que se podía ayudar a
Pinochet en este punto. Esto es: evitar exámenes psicológicos. No había que hacerle un
examen sobre sus facultades mentales, sino sólo sobre su estado físico. Esto era
contrario a lo que establece el Código de Procedimiento Penal chileno.
P. Mientras Pinochet estaba bajo arresto en el Reino Unido, ¿le sugirieron que
ordenara su detención para lograr su extradición a Chile como vía para
"salvarle" de la justicia internacional?
R. Sí, un abogado, viejo conocido mío, me sugirió que debía conocer a un
general retirado que en aquellos momentos era senador. Se trataba de Santiago Sinclair,
vicecomandante en jefe del Ejército desde 1986 e integrante desde 1989 de la junta
militar presidida por Pinochet. La reunión abordaría las posibilidades de lograr el
retorno de Pinochet a Chile. Quién llevó la conversación fue el abogado. Me propuso
dictar una orden de detención contra Pinochet. Esta medida lograría, explicó, el apoyo
incluso de los abogados querellantes en las causas contra Pinochet. Y la defensa no se
opondría. El Reino Unido, ante una petición así, seguía el razonamiento, daría
prioridad a Chile frente a España. Una vez Pinochet aquí, razonó en voz alta el
letrado, la justicia chilena encontraría la manera de evitar su procesamiento. Este
abogado pensaba que yo estaba en el juego de protección. El senador Sinclair hacía de
testigo. Fueron muy amables. Les dije que no procedía.
P. ¿Podría describir quiénes ejercieron las presiones para encontrar un atajo
y salvar a Pinochet y otros acusados de la acción judicial?
R. Las presiones fueron intensas durante casi todo mi trabajo. Primero recibí
una serie de recomendaciones en torno a la figura del general Sergio Arellano
Stark, a quien yo estaba por procesar, en 1999, en el caso caravana de la muerte
por 75 crímenes (57 ejecuciones y 18 secuestros permanentes). El senador Adolfo
Zaldívar, actual presidente de la Democracia Cristiana, intentó persuadirme con los
argumentos de que Arellano era muy católico y de que se trataba de un hombre honorable,
afín a la tendencia política democristiana, ya que había llegado a ser edecán del
presidente Eduardo Frei Montalva en 1970. Según Zaldívar, Arellano, a quien se le conoce
como El Lobo, no podía estar implicado en los delitos que yo le estaba imputando
tras tomarle declaración y someterle a varios careos. Me explicó que según la
jurisprudencia de la Corte Suprema, la ley de Amnistía cubría las acciones de Arellano.
Zaldívar vino dos veces a mi casa del barrio de Providencia. Y quedó en venir una
tercera, en compañía del entonces senador Enrique Krauss [ex ministro del Interior del
Gobierno de Patricio Aylwin, ex presidente de la Democracia Cristiana, actual embajador de
Chile en Madrid y hermano del capitán del Ejército Jaime Krauss, que fue procesado más
tarde por los fusilamientos del campo de concentración de Pisagua]. Me anunció esa
visita, pero finalmente no acudió. Adolfo Zaldívar trafica con influencias.
P. ¿Esas presiones provinieron también del Ejército?
R. En cierto momento, antes de procesar por vez primera a Pinochet, el viernes 1
de diciembre de 2000, el alto mando del Ejército quería reunirse conmigo. El general
Patricio Chacón, entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, cuando Ricardo Izurieta
era comandante en jefe, me envió un mensaje a través de uno de los abogados de Pinochet,
el jurídico militar Gustavo Collao. El general Izurieta, o el alto mando, quería
reunirse conmigo. Pero no acepté.
P. ¿Y hubo presiones del Gobierno de la Concertación democristiano-socialista?
R. Una de las personas que lo intentaron, como he dicho, fue el ex ministro
Carlos Figueroa Serrano. Recuerdo también que tras dictar el primer auto de procesamiento
de Pinochet me llamó Luis Horacio Rojas, jefe del gabinete del ministro de Justicia,
José Antonio Gómez. Me dijo que anulara el auto de procesamiento. Fue, francamente,
insolente. Era evidente que los compromisos adoptados durante la transición entre los
partidos políticos y los militares estaban en peligro. Se le había asegurado al
Ejército con ocasión del plebiscito de 1988 que Pinochet sería intocable.
P. ¿El Gobierno del presidente Lagos quería sólo una justicia simbólica?
R. Desde luego. Los políticos de la Concertación
[coalición de socialistas y democristianos] podían aguantar todos los juicios del
mundo menos uno: Pinochet.
P. ¿La salud mental de Pinochet se convirtió en la puerta falsa para salvarse?
¿Cómo estaba de verdad?
R. Yo entendí desde el principio que Pinochet y sus abogados usaron la salud
mental para salvarse en Londres. Luego pude comprobar que su salud mental era bastante
normal. Al menos muy normal para los 84 años que tenía entonces. Hubo fingimiento. Yo
siempre vi que hacía un esfuerzo por mostrar sus dificultades para moverse. Fíjese lo
que pasó en su casa de La Dehesa, un barrio de Santiago. Llego y me atienden él y sus
letrados. Pinochet hace un gran esfuerzo para ponerse de pie. Su abogado, Miguel
Schweizer, ex ministro de Relaciones Exteriores en la época de la dictadura, le dice:
"No, señor presidente, no se mueva, por favor". El otro abogado, el coronel
retirado Gustavo Collao, le insiste: "Mi general, quédese sentado". Exageraban.
Terminada la declaración, tuve que transcribir el texto. Pasamos al comedor. Había una
puerta entornada. Y entonces veo a Pinochet en el cuarto de al lado caminar bastante
rápido y con agilidad. Era una persona distinta a la que había pretendido, hacía pocos
minutos, tener terribles dificultades.
P. ¿Cómo se comportó en los dos interrogatorios?
R. Mi impresión al verle por primera vez fue que estaba muy bien. Reaccionó
con rapidez a las preguntas. Contestó sabiendo bien lo que hacía. Evadió todo lo que
pudiera tener que ver con su eventual responsabilidad en los crímenes de la caravana
de la muerte. Estuvo muy amable. En el segundo interrogatorio, en relación con la
Operación Cóndor [acuerdo de cooperación para eliminar opositores entre Pinochet y
varios dictadores latinoameri-canos], se mostró menos simpático, pero exhibió una gran
comprensión de las preguntas y sus respuestas fueron muy precisas a la hora de
escabullirse de todo aquello que pudiera implicarle. Al preguntarle sobre su
participación en los secuestros, las muertes y las torturas, me explicó que él sólo se
ocupaba de los asuntos importantes de Gobierno
P. ¿Era capaz, pues, de seguir una línea de razonamiento y de dar, si cabía,
instrucciones a sus abogados
?
R. Sí, creo que sus abogados le dieron, a su vez, muchos consejos, pero
Pinochet es un hombre muy orgulloso, por lo cual se resistía a fingir su presunta
demencia. Yo creo que él les falló a sus abogados. A mí me daba la impresión de que
prevaleció su personalidad...
. ¿El arresto de Pinochet en Londres supuso un golpe de gracia a la impunidad
en Chile?
R. El juez Garzón ayudó enormemente a internacionalizar el caso. El arresto de
Pinochet proyectó el interés a escala mundial y colaboró para que hubiera un mayor
espíritu de justicia en Chile. Y estoy pensando, sobre todo, en la Corte Suprema. Es hoy
el día que sigo pensando que este tribunal debe pedir perdón a los chilenos por haber
amparado los crímenes de la dictadura militar.
DE SALVADOR ALLENDE solía decirse en su tierra que era un político
que tenía muñeca o capacidad de maniobra política. Augusto Pinochet acabó con el
Gobierno constitucional y dejó en ruinas el palacio de la Moneda, pero no logró doblegar
a Allende, quien se suicidó en acto de protesta. Fue el último movimiento de su muñeca
política. Juan Guzmán también ha tenido necesidad de una ágil muñeca política a la
hora de maniobrar en las no menos procelosas aguas de la magistratura de Chile, todavía
poblada por muchos de aquellos que encubrieron a la dictadura. Los mismos que ejercieron
grandes presiones para que archivara el caso o simplemente respetara la impunidad del ex
dictador. En enero de 1998, la derecha, política y militar, acogió el nombramiento
-por sorteo- de Guzmán para llevar las causas contra Pinochet como una bendición.
Pinochet y sus abogados parecían confiados. Guzmán era un hombre católico. Un
magistrado conservador que, junto a su familia, había celebrado, el mismo 11 de
septiembre de 1973, la caída de Allende, sería ahora el encargado de "hacer
justicia". Una justicia entendida así: aplicar la ley de autoamnistía de 1977 y
bloquear el enjuiciamiento de los generales de la dictadura.
Cuando, a los pocos días de nombrado, comenzó la investigación, los mismos que le
habían acogido con alegría entendieron que Guzmán se estaba convirtiendo en "un
traidor a su clase social".
Guzmán admite que él y el juez español Baltasar Garzón, quien ordenó con éxito el
arresto de Pinochet en Londres el 16 de octubre de 1998, operaron en una división de
trabajo complementaria sin conocerse.
Guzmán, en la jurisdicción chilena; Garzón, en la española y universal. |
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