La invasión a Irak ilustra la nueva manera de ejercer el poder imperial por parte de
Estados Unidos en esta etapa: asume para sí, como misión sagrada, propagar la
civilización occidental, entendida fundamentalmente como la implantación de la economía
de mercado sobre poblaciones reticentes o consideradas no capaces de implementarla por sí
mismas. Pero vistos los precedentes históricos, antes que por el brillante futuro
democrático anunciado por el invasor, cabe apostar a una prolongada presencia de las
fuerzas armadas estadounidenses. "Es un gran día para Irak", declaró el
general estadounidense Jay Garner al desembarcar en una Bagdad bombardeada y saqueada,
como si su augusta aparición significara el fin milagroso de los mil y un problemas que
agobian a la antigua Mesopotamia. Lo más asombroso no es tanto la indecencia de la
expresión como el modo resignado, apático, con que los grandes medios cubrieron la
llegada de quien bien merece la denominación de "procónsul de Estados Unidos".
Como si ya no existiera el derecho internacional. Como si hubiéramos vuelto a la época
de los mandatos (1). Como si fuera normal que en el siglo XXI Washington
designe un oficial (retirado) de las fuerzas armadas estadounidenses para gobernar un
Estado soberano.
Esta decisión de designar a un general para administrar un país vencido, tomada sin
consultar siquiera a los miembros fantasmas de la "coalición", recuerda
enojosamente antiguas prácticas del tiempo de los imperios coloniales. ¿Cómo no evocar
a Clive gobernando India, a lord Kitchener comandando Sudáfrica, o a Lyautey
administrando Marruecos? Y pensar que creíamos que esos abusos habían sido condenados
para siempre por la moral política y por la Historia.
Hay quienes dicen que esto no tiene nada que ver, que más bien habría que comparar
esta "transición en Irak" con la experiencia del general Douglas McArthur en
Japón después de 1945.
¿No es acaso eso más inquietante? ¿No hicieron falta las destrucciones atómicas de
las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en suma, casi el Apocalipsis para que Estados
Unidos llegara a designar un general administrador de una potencia rival vencida? Era una
época en que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) todavía no funcionaba.
Pero ahora la ONU existe, al menos teóricamente (2). Y la invasión de
Irak por las fuerzas estadounidenses (con su complemento británico) de ninguna manera
viene a concluir una tercera o cuarta guerra mundial. Salvo que el presidente George W.
Bush y su entorno consideren a los atentados del 11 de septiembre de 2001 como el
equivalente de un conflicto mundial.
Es cierto que el general Garner dio a entender que esta ocupación no sería eterna.
"Vamos a quedarnos el tiempo que haga falta y nos vamos a ir lo antes posible",
afirmó (3). Pero la Historia nos enseña que "el tiempo que haga
falta" puede ser prolongado. Habiendo invadido Filipinas y Puerto Rico en 1898, con
el pretexto altruista de "liberar" a esos territorios y a sus poblaciones del
yugo colonial, Estados Unidos no tardó en reemplazar a la antigua potencia dominante.
Después de haber reprimido las resistencias nacionalistas, sólo abandonó Filipinas en
1946, pero siguió interviniendo en los asuntos del nuevo Estado y apoyando en cada
elección presidencial a sus candidatos favoritos, entre quienes se contó el dictador
Ferdinando Marcos, que estuvo en el poder desde 1965 hasta 1986. Y sigue ocupando Puerto
Rico La presencia estadounidense sigue siendo masiva incluso en Japón y Alemania,
58 años después del final de la Guerra.
Al ver desembarcar en Bagdad a este general Garner y a su equipo de 450
administradores, era difícil no pensar que en esta etapa neoimperial Estados Unidos toma
por su cuenta lo que Joseph Conrad denominó "la carga del hombre blanco". O lo
que las grandes potencias calificaban desde 1918 como "misión sagrada de la
civilización" para con pueblos incapaces "de dirigirse a sí mismos en las
condiciones particularmente difíciles del mundo moderno" (4).
El neoimperialismo de Estados Unidos renueva la concepción romana de un dominio moral,
fundada esta vez en la convicción de que el libre cambio, la mundialización y la
propagación de la civilización occidental son beneficiosas para todo el mundo; pero
también de un dominio militar y mediático ejercido sobre pueblos a los que se considera
más o menos inferiores (5).
Tras el derrocamiento de la odiosa dictadura de Saddam Hussein, Washington prometió
instaurar en Irak una democracia ejemplar, cuya irradiación, impulsada por el nuevo
Imperio, acarreará la caída de todos los regímenes autocráticos de esa zona del mundo.
Incluidos los de Arabia Saudita y Egipto, según James Woolsey, ex director de la CIA y
allegado al presidente Bush (6).
¿Es creíble semejante promesa? Evidentemente no. El ministro de Defensa Ronald
Rumsfeld se apresuró a precisar que "Washington se negará a reconocer un régimen
islámico en Irak aunque fuera el deseo de la mayoría de los iraquíes y reflejara el
resultado de las urnas" (7). Es una vieja lección de la
Historia: el Imperio impone su ley al vencido. Pero también hay otra: quien vive del
Imperio, morirá también por él. |