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La cercanía de la conmemoración de los treinta años del golpe militar ha creado algunas obsesiones sobre el tema de los derechos humanos en parte de las elites políticas de la Concertación. Estas son el cierre, el "nunca más", la culpabilidad generalizada, la reconciliación. Todas se sintetizan en una obsesión global: la mejor gobernabilidad de lo existente hace necesario mitigar los oleajes en materia de derechos humanos. El primer tópico obsesivo es el cierre. El propósito es comprensible para la mentalidad de esas elites. La existencia de una herida abierta, que continuamente sangra, es perturbadora y, en efecto, torna problemáticas las relaciones con determinadas instituciones, que tienden a asimilar sus problemas con los de la patria. Pero las heridas del cuerpo social, como las del cuerpo humano, solamente se cierran cuando se ha producido la curación. Cualquier intervención o arreglo artificial deja cicatrices vivas, que se pueden reactivar como los volcanes en apariencia apagados. Y es imposible que se produzca la curación ahora, cuando muchos cuerpos aún no han sido encontrados. Aun peor, cuando se descubre a cada momento (ya casi sin sorpresa) las macabras manipulaciones que los restos han sufrido; operaciones de ocultamiento realizadas después de muchos años de los crímenes, lo que indica la existencia de memorias o registros topográficos, que se han ocultado y que no se sabe si aún perduran. Además, es imposible la curación ahora, porque todavía hay crímenes importantes que permanecen sin castigo o sin que se descubran las ramificaciones. La herida permanece abierta. Hijos y hermanos de desaparecidos o asesinados han declarado una huelga de hambre contra la impunidad. Lo han hecho movidos por el recuerdo de Luciano Carrasco, hijo de Pepe, quien se quitó la vida impulsado por la desolación. Señal inequívoca del daño permanente que cae sobre los sobrevivientes. Esta herida de Chile no cierra, todavía supura y late. En parte eso ocurre porque las cabezas políticas del Estado, el cual como institución hereda las responsabilidades jurídicas de los gobernantes anteriores, han tratado de mantener equidistancia y generar "unidad" en vez de tomar sin ambigüedades la representación de los sobrevivientes de las víctimas, que, al serlo de Pinochet, son por extensión las suyas. Sólo adoptando esa última actitud el Estado repararía el daño que en su nombre se hizo. Como no ha sido así, los procesos de curación permanecen estancados y las heridas no pueden sanar. Peor aún, como se tuvo esperanzas, por ejemplo, respecto a la Ley de Amnistía de 1977, se han generado decepciones y resentimientos que ahondan los traumas. La obsesión por el cierre está unida a otra de las obsesiones que esta conmemoración ha suscitado, aquella que tiene por slogan el "nunca más". Comparto la duda planteada por Eduardo Santa Cruz en un programa de conversación en Radio Tierra: ¿Qué significa la promesa del "nunca más"? Quiere decir ¿nunca más la Unidad Popular o nunca más los crímenes de la dictadura? En realidad significa las dos cosas, unidas en forma de secuencia. "Nunca más" lo uno si "nunca más" lo otro. La promesa de respeto a los procedimientos, a la vida y a las libertades civiles esta implícitamente condicionada y ha sido interpretada de esa manera. ¿Qué lo demuestra? El hecho de que para ponerse a la altura de la promesa se ha desplegado el coro de los que afirman la culpabilidad generalizada. De la dictadura todos somos responsables, se ha apresurado a decir Luis Guastavino. ¿Por qué? Porque participamos de la Unidad Popular, porque fomentamos el odio y la violencia, etcétera. En otra parte he argumentado que no hay tal responsabilidad compartida, porque para resolver el problema de la Unidad Popular existían otras salidas. El golpe mismo fue una elección entre alternativas y mucho más lo fue la elección de una dictadura terrorista como fórmula para realizar los cambios estructurales del capitalismo chileno. En verdad, los militares no agotaron todos los caminos. A contar de la salida del general Prats ya se había creado, en las cúpulas de las Fuerzas Armadas, un "consenso de término", el cual contaba con una correlación de fuerzas muy favorable. Los militares fueron arrastrados por los sectores derechistas de la oposición que no querían soluciones intermedias. Los únicos que deben decir "nunca más" son los que promovieron, realizaron o aceptaron el golpe militar como bien absoluto e incluso como mal menor. La izquierda no puede decir "nunca más" a las reformas sociales y a las luchas políticas por conseguirlas. Hoy se necesitan más que nunca, aunque sean muy distintas a las del período 1970-1973. La última obsesión es la de la reconciliación. Ella tiene larga data, pues proviene del gobierno de Aylwin. Pero constituye una ilusión. Una sociedad no es una comunidad de hermanos que deban reconocer su identidad esencial, perdida por los bandazos de la historia. Constituye una asociación de diferentes que, pese a ello, actúan e intercambian en un espacio común de normas y reglas. La reconciliación es un ideal que, tras el lenguaje utópico, busca objetivos muy prácticos. Con ella se nos quiere impulsar a que antepongamos la unidad a las diferencias, como si ésta fuera una sociedad sin clases sociales y sin desigualdades. Lo que corresponde no es fundirnos todos en una falsa unidad, que anula las diferencias, sino reconocerlas, mitigarlas y aprender a convivir con otros. |